Para mi hermano Armando
Cuando entiendes al jazz, entiendes lo que es ser libre
Thelonius Monk
Sears te cansa, te fastidia. Hace dos años que trabajas como vendedor en el mismo departamento y piso. Nueve horas diarias. De diez a siete. Da igual que llueva a cántaros, granice o nieve. En el departamento para caballeros, la temperatura se mantendrá eternamente a veinticinco grados.
Claro, no todo en el almacén parece tan malo; las comisiones, por ejemplo, son altas y alcanzan para la renta, el ron, la hierba, el cine. Y uno o dos nuevos discos compactos –que no siempre son tus preferidos– al mes.
Además, la música ambiental new age. Y tú que habías venido a la capital a estudiar jazz. ¿De dónde, te preguntas, habrá sacado el gerente la idea de que induce a los clientes a comprar en forma compulsiva? A las seis de la tarde, apenas cruces el umbral de la puerta, te colocarás el walkman: Miles Davis, camino a casa –y el bebop– se encargarán de devolverte a tu mundo.
Nunca habías escuchado mejor selección de temas. Esa noche, parecía que estabas conectado a la cabina. Al principio creíste que era una confusión; pero bastaron unos segundos para reconocer Nefertiti, la canción que habías estado buscando por todas las tiendas de discos de la ciudad. Te acercaste al aparato. No había duda: era Miles, en vivo, interpretándola. Tu cuarto se inundó de música. Menos mal que guardabas un par de cigarros de mariguana. No siempre, pensaste, se captan cosas así en la radio. A Nefertiti siguieron Foot prints; I loves you Porgy, Summertime y una melodía vieja, tocada al alimón por Davis y Charlie Parker (otro de tus favoritos). De vez en cuando se escuchaban vítores a los artistas. No hubo locutor, tampoco anuncios. Al amanecer, te venció el sueño.
Cuando abres los ojos, son mas de las ocho. Si no te apuras, llegarás tarde al almacén. El estéreo se ha quedado encendido. Sólo se escucha el susurro de las ondas de la radio sin frecuencia. La apagas. ¿A qué hora, te preguntas, se perdió el contacto? Aún cargas en el cuerpo los estragos del alcohol y, en el alma, el esplendor del jazz. El agua fría de la regadera te devuelve la lucidez. Silbas, alegre, la tonada de la última melodía. “Ayer le tocó el turno a Ornette Coleman, ojalá hoy pongan de nuevo a Miles o a Dizzy…” Con placer imaginas que probablemente nadie –excepto tú– tiene la fortuna de captar la estación. Es algo que, sin proponértelo, descubriste y que ocupa cada vez más tu tiempo. Te miras en el espejo mohoso pegado a los azulejos. Las ojeras profundas indican trece sesiones continuas jazzronhierba.
¡Cómo desearías prolongar la madrugada! La luz del sol y el ruido de la ciudad diurna se han vuelto insoportables. “Tal vez si cubriera las ventanas con papel periódico y rellenara con plastilina cuanta rendija encuentre…”
Cada día resulta más difícil mantener los ojos abiertos en el trabajo. Dormir sólo unas horas y tomar estimulantes en exceso, acaban. Mañana grabarás el programa.
Inútil. En cuanto colocas la cinta, la señal se pierde sin remedio.
Suena el teléfono. No tienes fuerzas para dejar la cama y tomar la bocina. Hace tres semanas que no tenemos noticias suyas. Pase por su liquidación. El contestador grabó el recado. En la radio, se escucha un solo de Miles Davis.