Una noche de la primavera pasada, reunidos en el Bar La Ópera de la ciudad de México, un grupo de narradores que insistimos en la testaruda veneración por el cuento, luego de algunos taquitos de queso fundido con chistorra, acompañados, claro, por varias rondas de cerveza oscura, comentábamos acerca del destino editorial del género literario más antiguo de la humanidad. Fue Eduardo Antonio Parra, acaso para ponerle un poco más de sabor a la tertulia, quien pidió que cada uno de nosotros nombrara al narrador que, a su parecer, pudiera recibir el título del mejor cuentista mexicano “fallecido”, del siglo XX.
Hecha la solicitud, afloraron de inmediato varios nombres célebres. Ipso facto, Marcial Fernández trajo a la mesa el nombre de Rulfo, uno de los dos Juanes. Liliana V. Blum, si la memoria no me falla, mencionó al segundo Juan, a Arreola. El que esto cuenta reviró enseguida recordando que Carlos Fuentes, en su primera etapa, había escrito más de una decena de cuentos magistrales. Mónica Lavín y Ana García Bergua, en una sutil, pero efectiva defensa de género, mentaron a Amparo Dávila y a Elena Garro. Finalmente, Ileana Olmedo y Vicente Alfonso, dispuestos a hacer valer a sus favoritos, arremetieron con dos cartas fuertes: Juan García Ponce y José Revueltas, siendo este último el as bajo la manga que granjeó la aprobación del resto de los comensales, incluido un servidor.
Un par de horas después, en el cuarto de mi hotel, mientras paladeaba un tequila doble antes de dormir, cavilando el resultado de aquella espontánea encuesta, le confesé a mi mujer que, con una timidez poco frecuente, había callado el nombre de José Emilio; de José Emilio Pacheco, el del cuentario de El viento distante.
-¿De quién?, me preguntó.
– Del poeta por quien le pusimos Emilio a nuestro primogénito; el autor de Como la lluvia, el libro de versos del cual tomamos prestado un dúo de palabras para titular, hace algunos años, El viaje inmóvil, la obra de tu grupo.
(De las formas de infierno/ Diseñadas en este mundo/Para hacer indeseable nuestra existencia/ La más amarga es nuestra condena. / Somos galeotes y en el viaje inmóvil/ Ritmado por el golpe de los tambores,/ El látigo en la espalda no permite/Aflojar el esfuerzo un solo instante).
Me bebí lo poco que restaba del caballito de tequila y cerré los ojos. El silencio me trajo a la cabeza el mosaico de escenarios cuentísticos pachequianos: el metro, ferias, parques, zoológicos, barcos, carnavales. La verdad, la mayoría estamos acostumbrados a pensar en José Emilio, primero como el enorme poeta que es, enseguida por sus deslumbrantes trabajos de cronista, comparables en brillantez con su faceta de novelista. Pareciera que los medios de comunicación y las demandas del mercado editorial, han hecho a un lado sus logros en el cuento y los aportes de técnica literaria renovada que Pacheco hizo a este género literario, que algunos han dado en llamar, la poesía de la prosa.
Pero hay otros motivos. José Emilio Pacheco es, ante todo, un illuminati del verso, un bardo de la estirpe de Kavafis, Neruda, Whitman, Prévert, Sabines, Gelman, grandes cultivadores del poema cuyos textos, por su aparente simpleza que comunica verdades profundas, suelen ser aprendidos y citados con frecuencia por el pueblo. Sus relatos, por el contrario, escritos con una prosa clásica, cargada de lirismo, tienen una hondura capaz de seducirnos en varios niveles, desde la pura emoción hasta la sofisticación del intelecto cultivado, pasando por el entretenimiento y el interés cautivo, para terminar con el doloroso desengaño de la vida y del mundo. Me consta, pues desde la primera vez que leí las cinco historias que conforman El principio del placer comencé a admirarlo. Principiaban los años ochenta, la música disco resonaba en la radio, José Luis Cuevas se consolidaba como uno de los pintores más importantes de Latinoamérica, José López Portillo recién acababa de expropiar los bancos, Miguel de la Madrid pugnaba por una renovación moral de la sociedad que jamás llegaría y yo era un quinceañero despistado, fácil de identificarse con los personajes de los cuentos de José Emilio. Desde el erotizado título, capaz de escandalizar a las buenas conciencias, intuí que El principio del placer iba a atraparme. Lo abrí al azar, y el primer relato con el que me topé fue La fiesta brava. Aquella historia compleja, llena de propuestas vanguardistas y críticas veladas contra la corrupción fue, en verdad, solo el principio, el principio de un placer literario al que no pude ya resistirme. Seguí con La zarpa, donde a través del sacramento de la confesión, el autor parodia las obsesiones de “movilidad social” de esa gran clase media que se forjó durante la breve etapa del “milagro mexicano”, de 1940 a 1956. Mi avidez por el libro creció cuando me sumergí en las páginas de Langerhaus y Tenga para que se entretenga: allí descubrí que, no obstante la ficción, si a uno le apetece, no hay razón para hacer a un lado la crítica social. El detective-narrador de la última historia, mientras investiga la desaparición en el bosque de Chapultepec del niño “bien” al que intuimos raptado por un Maximiliano de Habsburgo venido de las entrañas de la tierra, vierte opiniones. Opiniones que, cuarenta años después, evidencian que en México, en materia de Derechos Humanos, no hemos avanzado gran cosa:
“En México siempre que hay una desaparición y se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa”.
Recuerdo haberme quedado hasta la madrugada leyendo, meciéndome en la hamaca con deleite, sin hacer caso a las quejas de mi hermano que pedía que apagara la luz de la habitación. Había dejado para el final los cuentos un poco más extensos: Cuando salí de la Habana válgame Dios y El principio del placer. El primero, basado en un hecho de la realidad, narra la desaparición del Churruca, un barco de la Compañía Trasatlántica Española que se perdió en el mar al salir de La Habana en 1912; el autor retoma cómo pudo ser ese viaje, describe la manera en que los viajeros de primera clase bailaban, bebían y se enamoraban sin tomar en cuenta al resto de los pasajeros, avanza en ese tenor para regalarnos un final enigmático, inesperado, hiperbólico, digno del contador de cuentos que, exagerando la realidad, llega a lo fantástico. Pero fue, sin duda, el relato que da título al libro, aquel que, de alguna manera, anuncia el tema a tratar en su famosa novela corta Las batallas en el desierto, el que más me sedujo. El diario de Jorge, el adolescente que se enamora hasta la médula de Ana Luisa, una jovencita fácil que no le corresponde y por la cual estaba dispuesto a perderlo todo y volverse un guiñapo, era también mi diario.
“Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero aguantándome, con deseos de mandarlo todo a la chingada. Y sin embargo dispuesto a escribirlo y a guardarlo a ver si un día me llega a parecer cómico lo que ahora veo tan trágico… Pero quien sabe. Si en opinión de mi mamá, esta que vivo es “la etapa más feliz de mi vida”, cómo estarán las otras. Carajo”.
Cuando cerré el libro descubrí, junto con lo avanzado de la madrugada, que salvo Las armas secretas, de Julio Cortázar, autor al que en esa época veneraba incondicionalmente, mis ojos púberes no habían seguido con tanto interés un libro como aquel.
A partir de entonces, me volví un leal lector de los relatos pachequianos. Busqué El viento distante, me bebí con deleite El tríptico del gato, paladeé La sangre de medusa, devoré con avidez Las batallas en el desierto, un cuento largo que la editorial ERA prefirió anunciar como novela corta, por aquello de las veleidades del mercado. A lo largo de mi vida como escritor he vuelto, una y otra vez, a esos textos, los he utilizado en mis talleres como ejemplo de creatividad, los he leído en voz alta para entusiasmar a mis alumnos. Siempre he encontrado en ellos otras posibilidades, nuevos ámbitos, sus técnicas e innovaciones literarias nunca me han defraudado: la experimentación del texto, el uso de coloquialismos, la fuerte presencia de una filosofía post existencialista hacen que varios cuentos de José Emilio se inscriban dentro de las páginas memorables de la narrativa en español de la segunda mitad del siglo XX.
“En mi caso”, dijo alguna vez el ganador del Premio Cervantes en el 2009, “la poesía no basta: el relato es un complemento necesario”.
Un complemento, cómo no, para que el autor, utilizando una amplia diversidad de tonos y temas, ubicados dentro de una extensa curvatura del tiempo, pueda compartirnos aquellas obsesiones con las que intenta descifrar el código del universo en que vive.
Cuenta José Emilio Pacheco que los amores verdaderamente desdichados, los amores terribles son los de los niños porque no tienen ninguna esperanza.
“En cualquier otra época de tu vida puedes tener alguna mínima posibilidad de reunirte con la persona que amas, pero cuando eres niño tu historia de amor no tiene porvenir.”
Creo que así es como uno termina por sentirse cuando acaba de leer estos relatos, historias sobre el transcurrir del tiempo, la inocencia y la pérdida de la misma.
Por cierto, meses después, me topé de nuevo con Eduardo Antonio Parra. En esta ocasión en Tuxtla, en la feria del libro de la Universidad de Chiapas. Coincidí con él a la entrada del auditorio, cuando ambos llegábamos sudorosos, rojos por efecto del quemante reflejo del trópico.
Eduardo, le dije a bocajarro, ¿tienes un minuto?
Se detuvo a la entrada del recinto. Estuvo a punto de dejar caer la carpeta que llevaba en las manos.
¿Si?
Estuve pensando mucho en aquella tertulia en la cantina, cuando soltaste la pregunta de los mejores cuentistas mexicanos del siglo XX. No mencionamos a José Emilio Pacheco.
Parra se me quedó viendo con fijeza. Apretó los labios como para contener un suspiro involuntario.
Tienes razón, dijo, un error, una injusticia.
No lo debemos volver a cometer, finalicé.