Por Ana García Bergua
Carlos Martín Briceño es un narrador que cuenta ya con notables reconocimientos en un terreno bien difícil, en el que se ha mantenido con singular destreza y soltura. Sus cuentos podrían definirse como tragicomedias amargas muy bien urdidas que enganchan y arrastran al lector. Su prosa límpida y sin embargo rica en resonancias y sugerencias es muy atractiva, y muy interesante su manera de construir personajes masculinos tórpemente deseosos, absolutamente creíbles en su franqueza y su fragilidad.
Montezuma’s Revenge y otros deleites es un cuentario lleno de ironía: los protagonistas de estos cuentos se van involucrando poco a poco en situaciones aparentemente no buscadas, en las que sus propios deseos –los más carnales, los más inmediatos: el sexo y el hambre– los atrapan sin remedio. Por la fuerza de las circunstancias terminan involucrados en otra cosa mucho más compleja, dolorosa, a veces patética, a veces quizá mortal, que nunca sospecharon.
El cuento que lleva el nombre de “Montezuma’s revenge” obtuvo el premio internacional Max Aub hace dos años. Su protagonista, enamorado dolorosamente de una inglesa llamada Paige que a cada paso lo utiliza y lo desprecia, va construyendo un odio muy eficaz. Es este un cuento sobre los límites del amor y del deseo y su colindancia con sentimientos peores, mucho menos edificantes. También, de alguna manera, es un cuento sobre el racismo y las ambivalencias de nuestra relación con los extranjeros que vienen a visitar las tierras cálidas y las playas del sureste mexicano. Paige, la inglesa brumosa, es para el protagonista y narrador de este cuento admirable en su avance y estructura, una especie de horizonte huidizo, frío y esquivo y a la vez urgente, que lo arrastra a sus peores límites, a una felicidad satisfecha en la venganza.
En general, a los personajes de estos cuentos les pasan desapercibidos los límites, una raya tenue entre sus vidas y las posibilidades de otras vidas, como aquel hombre del tragicómico “Caprichos”, que va a pedir a la apetitosa vecina que le baje a la música, obligado por su aséptica mujer, y se ve envuelto en una situación ambivalente en la que el hijo de la vecina lo obliga a su vez a presenciar su número musical con fondo de Timbiriche, perdido en su propia debilidad, todo un poco en el absurdo. O aquel otro que cree haberse ligado a un muchachito de la edad de su hijo en el supermercado para darse un gusto rápido en “Autoservicio” y se lleva una tremenda sorpresa. O el ingeniero que va a hacer un gran negocio ilegal con un político corrupto en “Zona libre” y de regreso decide acceder a la mujer vestida de rojo que en el camino se le había ofrecido. Y el pobre oficinista de “Quizás, quizás”, convertido en la parte central de un sándwich entre la hipersensual asistente del jefe a la que ha perseguido hasta los precipicios más elevados de la calentura.
En general, la calentura, azuzada por el calor y la humedad tropical, arrastra a estos personajes a tirarse por distintos abismos y sus matrimonios no suelen funcionar, pues el deseo aparece donde no debe, se desencuadra, y tan sólo en “Dios los cría”, donde el marido y padre devoto es despreciado por su esposa actriz, capaz de todo por su carrera, el destino está ribeteado de tragedia. En general las parejas casadas y establecidas de estos cuentos son frías, desoladas, como el matrimonio de “Hacer el bien”, que por gusto de la esposa acoge a un huerfanito para que pase con ellos la Navidad y le dé a ella la fantasía del hijo que no tuvieron. O la pareja que acompaña a la cuñada a abortar, en el durísimo “Deleites”, dedicado a Mónica Lavín, en el que la comida juega al final como una especie de detonante de terribles verdades. O el que ve morir a su amigo en “Matrimonio y mortaja”, mientras la futura viuda finge un falso dolor.
Hablaba del papel de la comida como una especie de terreno alterno al cuerpo desatado, la comida y las cervezas que aparecen en muchos de los cuentos. “Made in China” es un relato un tanto distinto a los demás, donde la comida juega un papel preponderante. Trata de un abogado que es enviado a China con la encomienda de investigar las condiciones de trabajo en la fábrica que proporciona los enseres de plástico que la poderosa cervecería para la cual trabaja regala a sus clientes, a precios ridículamente baratos, con la finalidad de cuidar la imagen de empresa “socialmente responsable”. El abogado contrasta en su interior los animales vivos que se ofrecen para ser cocinados en un lujoso restaurante (entre ellos los koalas) y los trabajadores de la fábrica, explotados hasta lo animal para poder producir más baratas las baratijas, quienes ya pueden comer arroz y huevos. El otro mexicano que medra con esa fábrica le dice, para convencerlo, que antes comían cucarachas y gatos, cosa no muy distinta a fin de cuentas de lo que se ve en el restaurante. “Made in China” es un cuento muy lúcido, de final escalofriante, sobre la explotación, la domesticación y nuestra condición de animales que devoran a otros animales.
Múltiples interpretaciones, relaciones y resonancias despierta la lectura de estos cuentos de Carlos Martín Briceño, que parecen estar escritos con una navaja de disección. Su doloroso filo se interna en la frágil carne de sus personajes y en el desasosiego de los lectores, que en ellos reconocemos los turbios límites de nuestra propia naturaleza.