Por Carlos Martín Briceño
Aunque no vivimos en una isla, los habitantes de la Península de Yucatán, quizá por nuestra condición caribeña, a lo largo de la historia siempre nos hemos mantenido aislados del resto de México, identificándonos mucho más con nuestros vecinos del Caribe. La música yucateca, sólo por mencionar algún tópico, nada tiene que ver con los ritmos del norte de México, pero sí con el bambuco colombiano y el bolero y el danzón cubanos. Lo mismo podríamos decir de nuestra gastronomía, clima, tradiciones y arquitectura. En este sentido, uno entiende que ante ojos fuereños, la Península pueda considerarse como un país aislado del resto de la República, una ínsula calurosa con idioma y costumbres propios y a la que hay que llegar por avión o barco, pasaporte por delante.
Y así es, precisamente, como el narrador defeño, avecindando en Mérida desde hace una década Adrián Curiel Rivera, la retrata en “Blanco Trópico”, su novela más reciente.
Publicada por Alfaguara y presentada con bombo y platillo por Jorge Volpi en la Feria Internacional de la Lectura 2014, esta divertidísima novela es una suerte de autobiografía del defeño y doctor en Economía Juan Ramírez Gallardo, quien, luego de una larga etapa de nomadismo por España y México, siguiendo a su mujer que lo mantiene -una reconocida investigadora argentina-, decide quemar sus naves y venir a probar suerte a la isla de Blanco Trópico.
Para los que habitamos Mérida, leer esta novela es una verdadera delicia, pues desde el primer capítulo es posible identificar ciertos íconos de la Ciudad Blanca que Adrián retrata con enorme ironía: el Boulevard Centella, el Hotel Fiesta Tropical, la Glorieta Bandera, el Circuito Circunvalación.
“Jamás viviría en un lugar tan caluroso como éste”, dice el protagonista cuando, previa a su estancia permanente en Blanco Trópico, él y su mujer deciden pasar unas cortas vacaciones en. Mérida, ciudad situada casualmente en la misma latitud que Blanco Trópico. Lo cierto es que para Juan Jiménez Gallardo (como para gran parte de los extranjeros que continúan llegando a establecerse en Mérida, dicho sea de paso), tanto el clima como los mosquitos constituyen los impedimentos más graves para quedarse.”Chaparrones, turbiones y trombas dejan tras su estela cumulonimbos de voraces mosquitos”, “Te descuidas y te salen hongos hasta en el culo”.¿Será que los yucatecos, de tanto convivir con los zancudos, hemos desarrollado un antídoto natural que nos ayuda a ignorarlos? ¿Es posible que, acostumbrados a los casi permanentes 40 grados centígrados, nuestra piel absorba el sudor de una manera diferente?
Curiel Rivera, hay que decirlo, no es el primer narrador capitalino que intenta novelar las diferencias de la Hermana República Yucateca. Ya lo había hecho antes Juan Villoro en su diario de viaje “Palmeras de la brisa rápida”, donde describe con mucho humor su breve estancia por la Península. La diferencia primordial entre el libro de Villoro y Curiel Rivera es que el de este último, quizás por el tiempo que ha vivido por estos lares, ahonda con mayor profundidad en la cosmovisión e idiosincrasia yucateca.
No es fácil usar magistralmente la ironía para mostrar la realidad que esconden las apariencias. Excepción hecha de Jorge Ibarbüengoitia y Ana García Bergua, a los narradores mexicanos les cuesta trabajo liberarse de la solemnidad en la literatura. Con “Blanco Trópico”, Adrián Curiel Rivera se une al selecto grupo de novelistas que logran hablar de temas trascendentales sin aludirlos directamente, sin dar consejos, cautivando al lector de principio a fin con una novela que se mofa tanto de las ridículas costumbres de las universidades latinoamericanas actuales como de las obsesiones y extravagancias de los habitantes de esta porción de tierra caliente y dura, carente de ríos y montañas.
“Blanco Trópico” resulta entonces una franca, divertida y gozosa novela, más que recomendable, para ser leída esta temporada, acostados en una hamaca, mientras intentamos apaciguar el bochorno primaveral.