Nací en esta ciudad en los años sesenta, cuando los nombres de los mártires cristianos sugerían barrios pintorescos y los emeritenses aún no se rendían del todo ante la hegemonía del automóvil.
Pasé mi infancia a caballo entre los barrios de San Juan y Santiago, el afecto dividido entre dos suburbios que, como niño, me ofrecían inagotables fuentes de regocijo.
Pero es Santiago, acaso por la vitalidad que todavía subsiste en sus calles, el que me trae mayor cantidad de recuerdos.
Cierro los ojos, aspiro hondo y me lleno los pulmones con el aire de nostalgia que permea en el ambiente.
Lo primero que me viene a la cabeza es la feria de julio en honor al Santo Patrono. El parque rebosante de luces, la voz impostada del cantor de lotería, el ruido seco de las cadenas del “chicote”, el sonsonete guapachoso de una cumbia. Avanzo, deambulo trabajosamente entre la multitud que recién acaba de salir del cine Rex. Dan una doble de Tarzán, con permanencia voluntaria, pero son las mismas películas que vi hace poco en el cinema San Juan. Así que prescindo del cinematógrafo y resuelvo dirigirme a la cola de la rueda de la fortuna. Arriba, el aire zarandea la canasta, revuelve mis cabellos y me provoca otra vez esa felicidad que sólo es dable en la infancia, cuando nada, o casi nada, nos preocupa. Desde aquí, distingo los edificios más altos: el nuevo edificio del hotel El Castellano, la flamante catedral de la ciudad, el templo de la Tercera Orden. Los rascacielos se pueden contar con los dedos de una mano.
Ya en tierra, mis sentidos detectan sonidos y olores que me abren como nunca el apetito: el crepitar del aceite sobre la masa de los salbutes, el aroma dulce y fuerte de los algodones de azúcar, el grito de la licuadora donde se prepara el choco milk.
Tres salbutes y un vaso de cebada Perla después, me encamino hacia el paraíso de cualquier niño: los sempiternos helados Polito. Coco, mamey o elote. Para incentivar mis ansias de resucitar el pretérito perdido, pido uno triple y nada más darle el primer lengüetazo, caigo en la cuenta de que son, precisamente estos sabores, los que ayudan a no olvidar, a recordar que, antes de la desaparición de esta feria, hubo un tiempo en que los niños podíamos jugar libremente en las calles santiagueras sin temor a acabar bajo las ruedas de un automóvil; una época en que también era posible visitar el mercado del barrio y deleitarse con aromas y sabores que ya sólo persisten en la memoria.
Bien lo dijo Marcel Proust en En busca del tiempo perdido: “cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.
Abro los ojos con lentitud. La luz hiere mis pupilas. La memoria comienza a escapárseme por la retina. Atrás queda esta remembranza. Estoy de nuevo en el siglo XXI.