Suele suceder que, gracias a la internet, la gente es capaz de cultivar amores o amistades duraderos sin siquiera salir de casa. La taza de azúcar, el recibo de luz, el correo postal equivocado y otros artilugios que solíamos utilizar como pretexto para conocer a nuestra (o) vecina (o), han pasado por completo al olvido. Mucho más fácil resulta valerse de las redes sociales para establecer contacto con quién se nos antoje. Siguiendo este patrón del nuevo siglo, puedo decir que tengo el honor de haber conocido a Elena Méndez primero, a través del Hotmail, y luego, por medio del Facebook. Hemos cultivado, con ayuda de la cibernética, una amistad basada en intereses mutuos: el cine, la política, la economía y, sobre todo, la literatura. Gracias a esto supe, de manera anticipada, que Elena estaba preparando un libro de relatos. Y conociendo la rigurosa formación literaria de mi amiga, imaginé que este cuentario, al publicarse, resultaría un hito en el panorama de la narrativa joven mexicana. No me equivoqué, y ahora voy a tratar de explicar porqué.
Desde el relato inicial, Sinaloa y sus ojos cafés, uno se percata que está frente a una fabuladora poderosa, hechizante, de esas que, como los boxeadores experimentados, apabullan al contrincante en el primer round. Tratándose de su libro-debut quise pensar que Méndez, hábilmente, había decidido enganchar a sus lectores con una historia de soledad y sexo, para luego dar paso a relatos menos fuertes, historias donde apareciera eso que en la literatura escrita por mujeres la crítica suele calificar como “sutileza femenina”. Para mi sorpresa y regocijo estaba equivocado pues Elena, no sólo se sale de cualquier parámetro, sino que se atreve – pese a quien le pese – a narrar las cosas por su propio nombre. Así, en Día de muertos, por ejemplo, la autora nos cuenta con una naturalidad asombrosa – que las buenas conciencias calificarían de desfachatez -, la odisea nocturna de una estudiante clase mediera que decide, en lugar de quedarse en casa preparándose para un examen que habrá de reprobar, “irse de cabrona” con las amigas de su hermana mayor. Sexo, drogas y alcohol circulan a lo largo de sus párrafos sin ninguna clase de censura.
Pese a su brevedad, los relatos cumplen con algo que, a mi juicio, revela la capacidad literaria de su autora: se quedan botando en tu mente durante un tiempo, sus imágenes perduran. El cuerpo del delito y Heteroflexible, otros de mis preferidos, son difícilmente olvidables. Las escenas sexuales, sin ser descarnadas, son tan eficaces que estremecen.
“Me acarició con la lengua el clítoris, le di un putazo por morderme la vulva, comencé a retorcerme, prendió el foco pa ponerse el condón, me penetró, Ay, hijo de la chingada, me duele, más despacio, y todavía preguntó el muy imbécil si era cierto lo de mi virginidad”.
Hay una constante en todas historias de Bipolar: el empoderamiento de las mujeres. Son ellas las que deciden, las que eligen. Desde la hembra romántica de Crónica de una pasión en vano, pasando por la vengadora y asesina de Más vale que esté muerto hasta terminar con la joven lésbica de Heteroflexible, todas han elegido vivir guiadas por el timón de su libre albedrío. Cogen, matan, beben, gozan y mientan madres sin ningún tipo de remordimiento. No es casual que Méndez describa este tipo de fémina. Ella misma es una escritora valiente que ha dejado su natal Sinaloa para conquistar la ingrata capital de la República.
Bipolar, además de todo, es un libro realizado con ritmo. Hay música de banda en las letras, en sus páginas se percibe la cadencia trepidante del norte. Por momentos la prosa de este libro remite a El amante de Janis Joplin, de Élmer Mendoza o a Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada. Y al igual que a estos consagrados, a la autora no le tiembla la mano al evocar el lenguaje de su tierra: los plebes, morrillo, culichi, pistear, tacuache, agüitados, el bato, bien chilos…, el mosaico de vocablos seduce y ayuda al lector a situarse en esa tierra árida y caliente donde transcurren las historias.
Dice Elena en una entrevista, a propósito de Bipolar, que los escritores “somos la peor raza sobre la tierra”. Y así lo trata de ejemplificar en su cuento Una clase de literatura, uno más de mis preferidos, donde una disertación sobre Madame Bovary sirve de leimotiv para ejemplificar la forma tan vil en que compiten los aspirantes a literatos hoy en día.
Pero volviendo al inicio, celebro que la internet me haya puesto en el camino a Elena Méndez. Ahora sé que, más allá de la amistad, he descubierto a una escritora sarcástica y tenaz preocupada por narrar su realidad con una voz original y distinta, ocupada, parafraseando a Virginia Woolf, por hallar una habitación propia que le permita continuar desarrollando una obra que, a buen seguro, la hará trascender en las letras mexicanas del nuevo siglo.
Bipolar; Linajes editores, México D.F., 2011; 86pp