DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO MAX AUB 2012
Carlos Martín Briceño
“El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como colocaron la losa…”
La uña, Max Aub, 1976. Fragmento.
Supe de Max Aub en la secundaria gracias al empeño de mi maestra de español para aficionarnos a la lectura. La uña aún figura en muchas de las antologías del microrrelato mexicano. 30 años después, para mi regocijo, el jurado del certamen internacional que lleva el nombre de su autor ha distinguido un cuento mío con el premio del 2012.
Emmanuel Carballo, el crítico literario mexicano por antonomasia, quien a sus 83 sigue tan activo como siempre, cuando lo saludé en la presentación de un libro y aproveché para compartirle mi alegría por haber obtenido este galardón, me confió:
“Ya no hay hombres como él, la estirpe a la que Max Aub pertenecía desapareció con la llegada del nuevo siglo. Todavía lo recuerdo: incansable, hiperactivo, siempre pensando en un nuevo proyecto. Max era tan prolífico que corría el rumor de que trabajaba en el mismísimo linotipo y que, incluso, ahí dormía”.
Eran otros tiempos, sin duda. Hoy es muy grande la tentación del extravío, eso que Guy Debord, y luego Vargas Llosa, han dado en llamar “La civilización del espectáculo”.
Este premio, que quiero pensar un guiño venturoso a mi fidelidad hacia la narrativa breve, reafirma mi vocación de perseverar en el cuento, la manera más gozosa de acercar a la gente a la literatura, el género literario donde uno puede – lo afirma Raymond Carver – hablar de lugares comunes y de cosas usadas a diario con un lenguaje sencillo, y dotar a esos objetos – una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso.
Creo que el cuento es la poesía de la prosa, un golpe de sol en los ojos del lector, un paseo por las entrañas de la naturaleza humana, y que ofrece a la gente – como el aleph de Borges – ángulos inadvertidos de la realidad. Sostengo con Rafael Ramírez Heredia, Beatriz Espejo, Agustín Monsreal, Eusebio Ruvalcaba, Rosa Beltrán, Francisco López Sacha, Mónica Lavín, Carlos Vadillo Buenfil y Marcial Fernández que aunque las editoriales prefieran la novela, el cuento seguirá acompañando a la humanidad, igual que en los antiguos tiempos, junto al fuego.
Corren días de violencia despiadada en el mundo ante la que nadie debería cerrar los ojos. Descabezados, mujeres violadas, criminalización de migrantes, secuestros y desaparecidos son cosa común en las noticias diarias. Hasta en la apacible Mérida, la de Yucatán, asoma la cotidianidad del horror de aquello que no se nombra: la violencia contenida, el fantasma de la infidelidad, el veneno del hastío conyugal, el inmóvil viaje hacia el suicidio.
Existe en México, en Latinoamérica, una literatura pujante que se abre paso en medio del caos; poesía y narrativa que avanzan por encima de la barbarie, que se nutre incluso de ella para que estos hechos no sean trivializados a conveniencia de unos pocos o por comodidad enajenante.
Acepto esta distinción en nombre de esta literatura, como un aliciente a todos los escritores que en cualquier parte del mundo, en medio de condiciones hostiles, continúan creyendo en el poder purificador de las palabras.
Agradezco a la fundación Max Aub por convocar, durante tantos años, esta justa de la imaginación; al jurado que apreció mi trabajo; a mis compañeros del Centro Yucateco de Escritores por sus consejos; a mi familia, especialmente a mi esposa Ariadna, por su paciencia; y a mis hijos, Emilio y Esteban, por darme el pretexto para retornar cada noche a Homero, Lewis Carroll, Kipling, Oscar Wilde, Salgari, Selma Largerlöf y otros autores inolvidables.
«Escribo por no olvidarme», apunta Max Aub en su diario el 15 de octubre de 1951: escribir es una manera de preservar la propia identidad, de no volverse por completo invisible de tanto no ser visto por los otros.
Muchas gracias a España por mantener abierta esta ventana para dar a conocer al mundo la literatura del nuevo siglo.