Ma‘ ti na’atik at’ aan. Matinatikatán. No entiendo tu habla. Ésta, se dice en Yucatán, fue la frase que los mayas peninsulares respondieron a los españoles cuando éstos preguntaron el nombre del lugar al cual habían llegado. De ahí que los conquistadores asociaran el sonido de la frase con la palabra Yucatán y así bautizaran a esta región de América.
Aunque no estamos hablando propiamente de una isla, la península de Yucatán, quizá por su condición caribeña, a lo largo de la historia siempre se ha mantenido aislada del resto de México, identificándose culturalmente mucho más con sus vecinos del Caribe.
La música yucateca, sólo por mencionar algún tópico, nada tiene que ver con los ritmos norteños mexicanos, pero sí con el bambuco, el bolero y el danzón. Así podríamos citar la comida, maneras de hablar, costumbres, clima, arquitectura. Tal vez la gran diferencia con nuestros países hermanos antillanos se encuentre en el número de afro descendientes que la habitan, pues con tanta mano de obra indígena, los conquistadores no tuvieron “necesidad” de importar esclavos africanos a esta zona.
En este sentido, uno podría entender que fiestas como el carnaval continúen celebrándose en toda la región. Desde las ciudades capitales (Mérida, Campeche, Chetumal, Cozumel, Cancún) hasta los villorrios más olvidados de la selva yucateca. Sin embargo, ahondando en el carnaval, descubrimos que no todo es felicidad en esta festividad. Recientemente, los habitantes de Mérida, la ciudad más grande del sureste de México, han dividido su opinión respecto a la conveniencia de continuar llevando a cabo esta fiesta en la otrora aristocrática avenida del Paseo de Montejo, una especie de Champs Elysées venido a menos.
Esta avenida, de apenas 1.5 kilómetros, construida a principios del siglo pasado para “europeizar” la ciudad, alberga todavía algunos palacetes y mansiones de los viejos hacendados. Y son precisamente los ricos de hoy, muchos descendientes de aquellos hacendados – alguna vez llamados “la casta divina”- quienes se oponen a que el pueblo continúe celebrando, año a con año, durante cinco días con sus noches, al rey Momo en esta “emblemática” arteria.
Lo paradójico del caso es que, a diferencia de otras ciudades costeñas, en Mérida fue la oligarquía quien introdujo la costumbre de celebrar las carnestolendas. Hubo un tiempo en que formar parte del desfile de carnaval era sinónimo de estatus. Ahora, con el pretexto de que “estos festejos contribuyen a destruir la jardinería del Paseo de Montejo y que la ciudad se vuelve una cantina al aire libre donde el libertinaje llega a niveles insospechados”, las clases altas de la ciudad pretenden enviar estos eventos a las afueras, lo más lejos posible de esta avenida. Si hiciéramos un análisis más profundo, uno descubriría que quienes precisamente han acabado con la belleza arquitectónica de esta arteria meridana – e incluso del centro histórico – han sido los herederos de aquellas mansiones. Bancos, supermercados, tiendas departamentales, estacionamientos y cualquier variopinta clase de negocios domina hoy el panorama del Paseo de Montejo.
¿Acaso esta “prole” que viene a celebrar durante cinco días lejos de sus colonias es la causante del deterioro de la ciudad? ¿O es que en Mérida el régimen de castas todavía está vivo y lo que verdaderamente molesta es la visión de los de abajo bailando frenéticamente a vista y paciencia de cualquiera? Comparsas de ancianos, de discapacitados, travestis y de gente de escasos recursos provenientes de zonas marginadas (la mayoría con rasgos mayas) conforman hoy en su mayoría el desfile. Este encuentro es una de las pocas oportunidades que tienen los excluidos de vivir la ciudad, de ser tomados en cuenta, de eclipsar a esta sociedad clasista que rara vez los acepta. Porque en Yucatán, hay que decirlo, se sigue fomentando el orgullo por el glorioso pasado prehispánico, pero al indígena contemporáneo se le desprecia.
Por otra parte, vale la pena mencionar que las autoridades meridanas tampoco parecen muy preocupadas por mejorar la calidad del carnaval o por el destino del mismo, pues a pesar de que exigen enormes cantidades de dinero a las empresas refresqueras, cerveceras y botaneras que participan, poco o nada entregan a las comparsas para su lucimiento.
No solo en el carnaval es evidente esta división de clases. Para comprender Mérida hay que echarle un vistazo a la historia. El sobrenombre de Ciudad Blanca proviene, dicen los historiadores, de los deseos del conquistador de hacer una comunidad libre de indígenas. Con el paso del tiempo, esta versión se suavizó aludiendo a la blancura de la manta, vestimenta tradicional maya.
En el 2012, año que el mundo tiene los ojos puestos en la civilización maya, año del “fin del mundo” según el calendario de esta cultura, valdría la pena repensar y crear una verdadera convivencia ciudadana. Reconciliar las clases tradicionalmente antagónicas sería el reto de esta nueva era.