POR MÓNICA LAVÍN
Conocí a Carlos Martín Briceño primero como lectora. Después y por arte de cuentear y de la cercanía con su mirada literaria me he vuelto su amiga. Una amiga lectora. Me gusta leerlo porque me inquietan los temas que toca, porque me envuelve la sutileza de su manera de narrar, porque es primo literario de Carver y heredero de Chejov. Pertenecemos a la misma hermandad, si así se le puede llamar. En el cuento nos tocamos. Cuando lo leo me dan ganas de conversar libros con él, en cada libro hace guiños con sus lecturas (en este nuevo libro reconozco a Henry James, a Ian McEwan); entre trova, copa y página quiero seguirlo. Quiero compartir mi quehacer. Aquel libro que nuestro amigo editor Marcial Fernández me acercó, también publicado por Ficticia que hace poco celebró sus diez años de fidelidad cuentística, a raja tabla y por pura malhadada devoción a la intensidad de lo breve, fue Los mártires del freeway y otras historias. En él ya reconocía esa cualidad de la mirada de Carlos Martín Briceño: atender lo menudo, desempapelar la fragilidad humana, subrayar el hilo fino que sostiene las relaciones de pareja, rozar las zonas oscuras del comportamiento humano. En Caída libre los mismos temas se exploran con un mayor despliegue de recursos narrativos, la crueldad aflora de manera más brutal en lo cotidiano y siguen siendo personajes de hoy, la gente común de una clase media o clase alta en una ciudad donde las posesiones y las formas no logran eludir ni aliviar una soledad desesperada. Desde que Carlos puso esta nueva colección de catorce cuentos en mis manos, sabía que saciaría mi sed, que me sorprendería gratamente como lo ha hecho y que no me acolchonaría la caída libre que es toda existencia por más arropo y blandura que se le invente. Parece ser que el centro de todo, como lo atisbaba Raymond Carver, está la incomunicación: el no poder compartir ternezas con el que (o la que) duerme en la misma cama.
Disecando el ejemplar, degustándolo por tiempos –como es propio de todo libro de cuentos (debería haber un Manual de etiqueta para leer cuentos: de golpe no por favor, uno por uno y con un buen maridaje de vino –como dicen ahora los “enofans”-). Y mucha atención a la sobremesa, a dejar que salga a flote la parte sumergida, ese iceberg que mencionaba Hemingway y que está en el fondo de la copa. Es preciso beberse todo el cuento para encontrarlo. Y hay que ponerse filosófico, o filoso nada más, como después de un buen trago.
El volumen abre con un cuento contundente, que perturba y sienta el tono del recorrido que habremos de hacer. En “Dante para iniciados” nos damos cuenta que las piernas no son sólo para el placer que busca el hombre en un bar de cuerpos al aire, estas pueden ser letales, ponzoñosas. La ponzoña también está en la mujer que busca la firma del divorcio con el hombre que aún rumia esperanzas de recuperarla para acabar esquilmado; como sucede, de otra manera, con esa vacación playera y lujosa donde el bebedor desatiende a su mujer que hace tiempo le cerró las puertas de su cuerpo y que el, dolido, no puede abrir de nuevo porque es más fácil el placer de la copa y la lectura. Un cuento donde el sofoco no está en las piernas sino en el vaso de whisky donde se ahogan fragilidades. Los personajes de Caída libre llaman a la compasión faulkneriana, a ese comprender su descenso dantesco, la fragilidad que nos hermana. La mayoría son hombres lastimados por su propia incapacidad de revertir distancias en lo cotidiano, desesperados por la soledad que no encuentra refugio ni en el cuerpo ajeno porque aquellas piernas parecen ser las de todas ellas, hiriendo, abusando, porque si las mujeres se han quejado de falta de oído de su contraparte, aquí son hombres en busca de una caricia, un orgasmo, una copa compartida, hombre que se convierten en lagartijas condenadas a mirar a su mujer desde el techo. La indefensión. Hombres buscando a Beatriz. Hombres en el noveno círculo.
El lector fue advertido en “Dante para iniciados” del horror, sutil pero quemante, que habrá de padecer. Puede ser una pareja de viejos cuya indefensión se convierte en abuso para el que ayuda, o una vendedora de casas en quien el marido lastimado desahogará su ira; un flexómetro combado como símbolo de lo que en realidad no puede medirse. El dolor, la descompostura. Los diablos saltan vestidos de mujer o agazapados en el pecho de un hombre despechado. Parejas víctimas de la vida cotidiana, de los avatares inevitables: la enfermedad de una suegra que altera la conducta de la mujer; la mujer que lanza un monólogo de insatisfacción en el escenario ideal para ello: el retrete. Metáfora de lo que se expulsa del cuerpo y del ánimo. Con “Round de sombra”, el autor arroja una mirada ácida a la trasbambalina del éxito literario, subraya la vampirización a la que someten las divas o divos literarios. Con un juego de cambios de nombres que divierte al que conoce la escena editorial, Carlos arroja una certera piedra en las vanidades del mundo de los escritores. Un mundo donde también se pierde la inocencia. Por eso en Caída libre hay un “Cielo perdido” como se titula el cuento que generosamente me dedica el autor (como ha dedicado otros a Eusebio Ruvalcaba, Beatriz Espejo, Rosa Beltrán de entre los escritores que identifico) y que aplaudo por la manera en que construye lo inevitable del fin de la pareja, el temor a la soledad. Un drama contado en un tono menor. Un paraíso del que hemos sido expulsados. Los personajes de Carlos Martín Briceño buscan recuperar la inocencia, el vientre que los acuerpe de nuevo para protegerlos de todos los males presentes y futuros. Pero el mal no está afuera, el maligno es su condición, su invalidez emocional, su incapacidad de tocar al otro en palabras. El Virgilio de Miramar llevará al despechado al placer inesperado, en las llamas de su propio infierno. Los solos habitan este paraíso de sonámbulos desamados donde no es difícil reconocerse. Leer a Carlos no es asunto menor, no nos deja indiferentes. Reconocemos el infierno. Y queremos más.
Febrero 25 de 2011
*Texto leído por su autora en la presentación del libro Caída Libre el pasado viernes 25 de febrero en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, en la ciudad de México, y publicado en el periódico El Universal el 26 de febrero.