imaginarios

Imaginario de voces o la plenitud del paisaje

imaginarios

Cada cuerpo con su deseo / y el mar al frente. / Cada lecho con su naufragio / y los barcos al horizonte. (Eugenio Montejo: Canción)

Confieso que mi acercamiento a la poesía siempre ha sido cuidadoso. Hay mucho respeto de mi parte cuando se trata de profundizar en las intenciones poéticas de un autor. Quizá porque, parafraseando a Borges, más allá de definiciones elocuentes, soy de los que creen que la poesía es algo que se siente. Y ésta medida, por así decirlo, para bien o para mal, ha sido la que ha guiado siempre mis lecturas. Por eso me inquietó que Julio César Félix, a quien conocía solamente a través del internet, y en su carácter de editor,  me invitara a presentar su libro. Temí, pues, que mi naturaleza narradora reclamase, exigiera su lugar en esta mesa y que, a la hora de sumergirnos en el volumen que hoy nos ocupa, iniciara una protesta plagada de frases retóricas del tipo de: ¿para qué sirve la poesía?, ¿son importantes los poetas en la marcha del mundo?, ¿para qué la versificación en tiempos sombríos?

Por fortuna, y para mitigar la posibilidad de intromisiones, Imaginario de voces se inscribe, desde sus primeras páginas, en esa especie -cada vez más escasa- de poemarios salvadores que reconcilian al lector consigo mismo.

Poesía de imágenes, antes que de metáforas, ajena a esa corriente vanguardista que privilegia sintaxis artificiosas por encima del sentimiento, los cantos de Imaginario de voces crean desde sus primeras páginas, un vínculo  que estimula en el lector el placer de disfrutar las palabras, palpando nada más la superficie que recorren.

La ciudad, la lluvia, el mar, el desierto, la aridez,  trenes en abandono, el agua, una laguna, la noche, el vuelo de algún ave, son las figuras contemplativas recurrentes que inundan las páginas de este poemario consagrado a la evocación y al recuerdo y que, por momentos, nos remite a los paisajes solitarios de José María Velasco, aquel virtuoso que retrató la naturaleza impoluta de un México cada vez más distante .

Julio César ha dividido su jornada en cuatro partes: Arte poética, Nada es así, Confieso que he soñado y De lagos y lagunas.

La primera, acaso la más nostálgica, está compuesta por poemas cortos – algunos demasiado – frágiles, directos, poseedores de un ritmo que remite a Gorostiza, a Tablada. Hay algo en ellos de las Canciones para cantar en las barcas y de los haikús tabladianos.

Cito:

Por ahí escuché hablar / alguna vez / sobre la sutileza / del pelícano, / su fragilidad / y transparencia: / era el Mar de Cortez / en el puerto de la Imaginación.

Es difícil no acudir al recuerdo cuando se canta lo intangible de manera tan escueta.

En Nada es así, la segunda sección de Imaginario…, Julio César ha elaborado, quizá en homenaje a Vallejo, una oda a lo inexistente que recorre el amor y termina con la ausencia.

Y cito:

La nada / es el inicio del tiempo / El tiempo/ es el inicio de la nada

La nada en su tinta / crea un silencio largo…/ fiebre, / angustia de pensar / que hemos nacido, / como decía aquel hijo del sol, / aquel poeta que nació un día / que Dios estuvo enfermo

No hay más búsqueda que la de uno mismo. Y tanta tristeza es capaz de producirnos el recuerdo de un jardín donde no florece nada, como un par de calcetines verdes colgados de una estrella.

Confieso que he soñado, deliberada trasgresión del título de las memorias de Neruda, es el nombre de la más prolija y tal vez, la mejor lograda sección del libro. Con un criterio un tanto ecléctico, Julio César ha reunido aquí cantos diversos donde sobresalen Por la lluvia de ayer, Sueño ambarino, Falsos descubrimientos.

Y cito

Libertad del aire

En el vuelo del pelícano / consiste / la libertad del aire: / su agua emerge / del vientre de la voz, / que es el alma / que es música.

Mediante un lenguaje llano la poesía halla en estos textos la redención de la imagen.

Por último, De lagos y lagunas, el grupo de poemas con el que cierra el libro, es una evocación constante del paisaje, del agua estancada, de las vías del tren y del desierto. No puedo dejar de mencionar cuanto evoqué durante su lectura, una de las más conocidas pinturas de Velasco: El puente de Metlac, aquella en la que la monumentalidad de la agreste naturaleza se enriquece con la vista del puente y del ferrocarril que constituían la novedad, el progreso  durante el porfiriato y que hoy, gracias a las privatizaciones a mansalva de nuestros gobiernos neoliberales, se han vuelto una más de las ensoñaciones del poeta.

Tan antigua como el hombre mismo, la poesía -dice el escritor argentino Héctor A. Murena – existe para salvar al mundo.

Inquietante, profunda, ingenua -todo al mismo tiempo-, la sentencia del bonaerense me viene a la cabeza cada vez que me dispongo a leer un libro de poemas.  Y no es sino hasta que me atrapa la voz rítmica de un autor con la sensibilidad de Julio César, que asimilo en su totalidad el esperanzador pronunciamiento de Murena.

Contáctame: cmartinbri@hotmail.com


Compartir esta publicación