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De la vasta piel: escenas de la vida privada

De la vasta piel, la antología personal de Carlos Martín Briceño, me hace pensar en Balzac. Balzac y su desmesura, Balzac y su ambición literaria. A fuerza de mucha cafeína y de tener que pagar las deudas cotidianas, Balzac plasmó en una monumental y numerosa obra lo que él denominó, en contraposición a Dante, no la Divina Comedia sino la Comedia Humana, novelas y cuentos donde las miserias y grandezas de lo que somos o no somos pudieran ser traducidas a palabras, a historias que motivaran nuestro interés, nuestra compasión, nuestras ganas de seguir leyendo los avatares e infortunios de personajes como Eugenia Grandet, Lucién de Rubempré o Papá Goriot.
Rodin, quien fue su mejor biógrafo, esculpió a Balzac casi como un monstruo, un fiel retrato de este portento de escritor, ocupado sólo en cumplir con no otra cosa que su voluntad literaria. Noventa y cuatro obras constituyen la Comedia Humana, entre una mayoría de novelas y algunos libros de cuentos y ensayos. A las novelas y cuentos los dividió en una categoría a la que denominó “Estudio de las costumbres”, y ésta a su vez en varias partes,
entre las que destacan sus “Escenas de la vida privada”.
En De la vasta piel, Carlos Martín Briceño nos ofrece su propia comedia humana, conformada por veintinueve cuentos que son eso, precisamente, escenas de la vida privada. “En su escritura, Carlos Martín Briceño”, como bien lo ha hecho notar Mónica Lavín, “atiende lo menudo, desempapela la fragilidad humana, subraya el hilo fino que sostiene las relaciones de pareja, hurga en las zonas oscuras del comportamiento”.
En estos veintinueve cuentos persiste un afán balzaciano por recorrer la condición humana y contarla, narrarla. Sus relatos son distintos modos en que de manera patética, jocosa o terrible deambulamos por el mundo y sus vilezas o superiores asombros. Son atisbos a la intimidad de los demás, que es acaso nuestra propia intimidad.
La inocencia y la perversión conviven en este libro. Un día de feria que anuncia el acoso sexual a un adolescente casi niño; las noches provincianas que prefieren al clásico Brahms antes que al moderno Satie y su Gymnopedia y el qué dirán a la libertad de ser quien uno es en verdad; la quedada propietaria de una tienda que ante la vacuidad de la vida se masturba; la fiel esposa a quien el marido por infiel le ha pegado una enfermedad venérea; el
niño huérfano cuyo padre adoptivo lo abomina en una Nochebuena; el buen turista que quiere aprovecharse del vendedor de una foto del Che hecha por Korda.

La presencia de lo sexual es notoria. Ahí está, en una narración, la Julia del cuento “Abismos”, dispuesta por un poco de amor a regalarle a un hombre que la quisiera “el monte de Venus, la túnica de la matriz, el glande clitorial, las glándulas de Bartolino y todos los engranes que, según la enciclopedia, conformaban eso que ella guardaba con tanto recelo entre las piernas”. O en “Quizás, quizás”, el burócrata empecinado en amores con la amante de un líder priista, a quien finalmente consigue llevar a un hotel. Ella no es novata en lides eróticas y él, inexperto, termina por aprender que “a ninguna mujer se le debe juzgar por la forma que administre los favores de su cuerpo”. Carlos Martín Briceño no teme ni duda en la descripción de muchos encuentros sexuales que pueblan estas páginas tanto de manera gráfica como delicada. “Le abrió la bragueta para regalarle el paraíso”, como se lee en “Caída libre”.
La actividad sexual como placer, pero también como peligro.
Erotismo y violencia, deseo y catástrofe. Pienso en lo que le pasa al hombre que recoge a una prostituta en el camino en el cuento “Zona libre”, o al hombre seguro de sí mismo a quien la mujer lo deja por otro. No hay moralismos, pero en estas narraciones hay siempre una sombra de castigo ante la transgresión erótica. Por andar de caliente puede uno perder el trabajo, cometer asesinatos, contagiarse de alguna enfermedad, ser asfixiado entre las piernas apretadas de una mujer, correr el riesgo de que le pongan a uno el cuerno, o el mayor de los peligros (esto lo digo yo), el de casarse. Dice Carlos Martín Briceño en boca de una de sus protagonistas: “El matrimonio
es un organismo criminal: despierta las ganas de matar a los cónyuges”. En De la vasta piel la vida conyugal o de pareja con sus trampas, celos, reclamos y traiciones, se manifiesta en muchos cuentos. De hecho, hay uno de evidente título: “Matrimonio y mortaja” (ya saben que “Matrimonio y mortaja del cielo bajan”. Así que si alguno de ustedes está pensando en casarse, mejor lean antes estos cuentos y luego decidan).
Volviendo a Balzac, él decía que no hay fortuna sin crimen. En De la vasta piel, no hay cuento sin transgresión.
Tomemos como ejemplo el relato “Entre chien et loup”, sí, así, en francés, donde hay una gran diferencia de edad entre dos amantes. O en “Autoservicio”, donde un hombre casado requiere de los servicios de un sexoservidor homosexual, con un final inesperado. Estos cuentos giran en su mayoría alrededor de esas transgresiones, casi como si autor se empeñara en una descripción literaria de ciertos pecados. No me refiero al pecado estrictamente en términos religiosos sino a la dura realidad, la cotidiana realidad, la que duele, la que hiere, y en donde uno necesita un escape, un trago, un acostón, un viaje, para sentir algo de alivio. “Recobraba la gallardía perdida ante capas de maltrato”, como reconoce uno de sus protagonistas. Es la vida de a deveras, la que nos ofrece dos alternativas: la aburrida castidad o caer en la tentación. La protagonista inglesa de “Montezumas Revenge” posee una fobia
a la cotidianidad. “No soportaba mucho tiempo la rutina”, como afirma el narrador, cosa que entiendo y comparto, pues no hay nada peor que el aburrimiento o ese rey pálido que es el hastío, como la llamaba David Foster Wallace.
Los personajes de Carlos Martín Briceño luchan contra esa ennui, contra ese hastío. Buscan recobrar, aunque sea brevemente, una existencia robada o asesinada, como le sucede al ebanista de “El instrumento de Dios”, quien bebe una cerveza de golpe, “como si el acto le infundiera vida”. O “Suelo dejarme llevar por lo imprevisto”, como dice el protagonista de “Cabeza de tortuga”, un cuento que, dicho sea de paso, comparte con otro cuento, misterioso, fantasmal, de título “Casi lo que ella buscaba”, un elemento de índole fantástica que contrasta con las narraciones más realistas que en su gran mayoría habitan este libro.
Es de notar, además, un interesante equilibrio entre provincialismo y cosmopolitismo. Un acierto. Lo es porque,
aunque creo a Carlos Martín Briceño un yucateco de cepa, un orgulloso ciudadano de la hermana República de Yucatán, y un amante celoso de su natal Mérida, en sus narraciones la geografía, el clima y la arquitectura que lo habitan desde la cuna, apenas y se insinúan. Por ahí, una breve mención a Mérida y es todo. Decía Jorge Luis Borges que se sabe que el Corán es un libro árabe porque jamás se menciona la palabra camello, y en De la vasta piel se sabe que es un libro de un escritor yucateco porque no se engolosina con nombrar las calles de la ciudad blanca, ni menciona la cochinita pibil o la cerveza Montejo, y porque no hay una sola referencia al sol que cae a plomo ni al infernal calor que es costumbre en esa Emérita Augusta urbe.
De la vasta piel crece en profundidad y maestría conforme transcurren sus páginas, lo que sin duda muestra la
madurez de su autor, cada vez más dueño de su material narrativo.
Me quedo sobre todo con algunos cuentos. Me gusta “Round de sombra”, por burlarse de nuestros inflados egos
de escritores, y por mostrar con humor y ardor la envidia y crueldad intelectual tan presente en nuestro medio. Me encanta “Dios los cría”, de nuevo la vida conyugal que no se halla y que se encuentra a las puertas de una enorme y ominosa tragedia.
“Montezumas revenge”, un cuento premiado en España, del que se me ha quedado grabada la frase: “Estoy convencido de que toda felicidad nos cuesta muertos”. “Matrimonio y mortaja”, donde se nota la influencia de Chéjov, incluso en esta hermosa cita proveniente de Tío Vania: “¿Qué podemos hacer? Hay que vivir. Nosotros, (…) viviremos. Viviremos una larga hilera de días y tediosas noches. Soportaremos pacientemente las pruebas que nos depare el destino…”. Cámbiese el verbo vivir por escribir, y tendremos un bonito credo de lo
que es nuestra labor de escritores. Escribir pese a todo, para contar la propia vida que nos rodea y que vivimos, también pese a todo. Y me gusta mucho también uno de sus cuentos cosmopolitas, con título en francés, “Entre chien et loup”, que hace referencia a ese momento que divide al día de la noche, cuando del atardecer se pasa al anochecer, las wee hours, como dicen en inglés, o, como se lee en una de sus páginas, “la hora en que los miopes vemos con mayor dificultad”.
En este cuento está una de las claves para entender este libro y en general la narrativa de Carlos Martín Briceño. La
traducción de “entre chien et loup” es “entre perro y lobo”. Es decir, el momento de la transformación. La hora en que abandonamos la mansedumbre y domesticación para descubrir nuestro lado siniestro, primitivo, salvaje. En la tensión que se ejerce entre uno y otro extremo está la dinámica de estos cuentos. A la “felicidad auténtica que sólo es posible en la infancia”, como se lee en “Deleites”, que es el perro, se le opone nuestra adolescencia o adultez tan llena de infelicidad, tristeza, desasosiego, insatisfacción, traiciones, aburrimiento, que es el lobo que nos habita con todos sus aullidos de violencia, insomnios, abismos y crímenes. Para utilizar dos títulos presentes en este libro, se pasa de “una larga estación de felicidades” a las “utopías extraviadas”.
Hay, en efecto, una dosis de desesperanza. “El futuro es siempre una mierda”, como dice el narrador de uno de estos
relatos. Pero, más que destilar una visión apocalíptica, en De la vasta piel hay una realidad social y una realidad literaria: aquella que nos permite, desde el ojo de la cerradura de la ficción, acceder a la intimidad humana, eso que la sociedad calla y la literatura descubre y describe. En estos cuentos donde la pulsión del deseo se manifiesta entre violencia y redención, donde la transgresión es el único asidero contra la abulia existencial, donde el amor apenas y se insinúa, la comedia humana se asoma y manifiesta. Me gustan estas escenas de la vida privada y la ambición balzaciana de su autor, quien sabe que nada de lo humano debe serle ajeno a su pluma.
Carlos Martín Briceño asume con solvencia el destino del verdadero escritor: la de contar desde el abismo, para así
iluminar con palabras las sombras de nuestro malogrado destino, y desde las alturas, para recordarnos con sus relatos la maravilla y asombro de estar vivos entre tantos desasosiegos, dramas y misterios.

Publicado en la Revista de la Universidad Autónoma Metropolitana.

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