Cuento

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El instrumento de Dios

Para mi hermano Enrique —¿Qué es lo que me trae aquí? —preguntó la vieja por segunda vez. —Una buena pieza…; una pitillera…de plata…véala.                                                                               Fiodor Dostoyevski Una vez que termina, guarda el formón chorreante en el maletín de cuero, sale de la casa cerrando tras de sí la puerta. La calle está vacía; es una de esas tardes de verano en que el calor quema con fuerza y obliga a todos a buscar refugio en sus hogares. Ya casi es la hora del almuerzo. Avanza rápido, con la cabeza gacha; un zumbido ensordecedor llena sus oídos; el trayecto le parece interminable, trata de no pisar las líneas divisorias que decoran la acera de concreto, como si actuara para un público

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La última lectura de Montezuma’s Revenge

Por Luis A. Chávez La tercera impresión es la que cuenta (en la primera pudiste estar bolo) y así, al ver la cuidada figura, sin piercing ni tatuajes y en cambio el corte de pelo setentero (casi como el de Peña Nieto) la guayabera sin arrugas pero sobre todo la conducta -distante del primer plante a su actitud proclive a la broma- la confusión fue apariencia y, a medida que el trato personal catafixió como Chabelo a la persona en amigo, recibiste entre otras impresiones, de calidad como fotocopiadora Cannon (más de 50 las dan a veinte centavos) su libro: Montezuma’s Revenge, cuya pornósfera deja al que lo escribió sin habla y, su subconsciente, es el que nos dice (aquello

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De vuelta

De nuevo voy hacia ellas; ya las puedo sentir: altas, arrogantes, se van alineando lentamente, como si se besaran; nada de encaramar bloques como ahora: crecieron piedra a piedra para ofrecer sus cornisas al sol; venciendo mi rígida educación, coloco las manos en forma de visera para acechar a gusto en la ventana de barrotes azules: la sala convida a deleitarse en sus mecedoras de cedro en forma de concha; empujo el postigo, cede el pasador —como siempre, no le han puesto llave…—; sentado, cierro los ojos para disfrutar mejor del vaivén mientras escucho que a lo lejos me gritan muchacho te vas a romper la cabeza con tanto zarandearte; entonces camino en silencio, hechizado por los caprichosos mosaicos españoles

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Al final de la vigilia

Dispuesta a iniciar el ritual que creías desterrado de tu vida, hundes ávida la mano entre las piernas. Furiosa, te detienes: tus dedos no logran suplir la labor habitual del ausente. Saltas de la cama, miras a través del vitral: en la torre más alta del castillo, como cada madrugada, aún se percibe luz. Nadie lo ha interrumpido durante la fase final de su obra. Así ha sido durante los dos últimos meses. Pero sientes que ya es demasiado y, resuelta, vas a exigirle siquiera un breve encuentro. Recorres los pasillos a oscuras, sin reparar en las ratas que te observan cuando te sitúas junto a la puerta. Introduces con desesperación la llave. Yerras. Pruebas con otra, giras hacia la

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Noche estelar

Te encuentras justo enfrente: bella y oscura. Hasta hace un momento, camuflado entre los parroquianos, gozaba de la danza de tus caderas. Pero tuviste que escoger pareja para tu último acto. Había escuchado de él y ardía de curiosidad por presenciarlo. Ahora, desnudo, cubierto sólo por las luces y las porras de los trasnochados, por más que intento, no consigo levantarlo.

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Hacer el bien

Por Carlos Martín Briceño Para Adrián Curiel Rivera   Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis, porque de tales sacrificios se agrada Dios. Hebreos 13:16          Será cosa de la edad, se le ha metido en la cabeza que si no hacemos algo por nuestros semejantes, si no sacrificamos nuestras comodidades, vamos a terminar ardiendo en el infierno. Al niño lo recogimos el mero 24. Se suponía que iba a estar con nosotros hasta el Año Nuevo. Era una mañana neblinosa, húmeda, de esas en que preferirías no dejar la cama, sobre todo si la noche anterior te has bebido casi una botella de Buchanan’s. Se llamaba Ronald, pero en el orfanato, de tan moreno,

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Zona libre

«En casa esperaron las noticias del viaje (Agustín Labrada)» Una mujer de vestido rojo levanta el pulgar pidiendo aventón. Era peligroso detenerse en aquella desolada carretera; él lo sabía, pero prefiere arriesgarse antes que continuar el viaje cabeceando. Las cervezas del almuerzo, sumadas al calor de la tarde, comienzan a provocarle un sueño graso como el puchero de tres carnes que recién ha comido en la fonda con techo de paja que le recomendaron. Y ni siquiera pensar en un descanso. No puede llegar tarde a la cita. El presidente municipal de Río Hondo fue muy claro: tres en punto, amigo, si llega después, olvídese del negocio. Sin analizarlo mucho, detiene el auto en una cuneta y espera con el

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Autoservicio

La Cherokee está detenida a un costado de la vieja carretera que lleva al puerto. Es una vía poco transitada, perfecta para las intenciones que llevan. Ya de salida, a instancias del muchacho, el hombre se animó a comprar una botella de tequila barato y unos vasos desechables. El sabor terroso de la bebida ha invadido sus papilas y comienza a marearlo. Fervoroso por el alcohol, el muchacho no ha parado de hablar desde que subió a la camioneta. Llegó hace unos días de la capital con la intención de seguirse a Playa del Carmen. Allá, dice, lo espera un empleo que le hará ganar muchos billetes verdes como animador en un All Inclusive de cinco estrellas. Bebe con avidez,

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Cabriolas

Para Beatriz Espejo Le parecen repugnantes y sucios; dice que está cansada de limpiar las heces que dejan caer desde los abanicos de techo y de oírlos durante la madrugada. Es realmente tonta mi mujer; debería estar contenta: gracias a ellos no me he ido de la casa.          Ayer, durante la cena, Ofelia hizo un berrinche mayúsculo. Un pequeño excremento blanquecino en el borde de su taza de café con leche desató su histeria. Aporreó las manos sobre el cristal que recubre la mesa:          —¡Estoy hasta la madre de esos bichos asquerosos! No hice caso. Me esforcé por no sonreír y me limité a engullir, sin levantar la vista del plato, un bocado del delicioso omelette

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Convenios

Para Raúl Rodríguez Cetina, i.m.                                                                                                                                           Stephen ha dejado una nota en el lobby del hotel avisando que vendrá a las siete. Laura me mira y, por la manera que aprieta los labios y levanta las cejas, intuyo lo que no se atreve a decirme. Entramos al ascensor en silencio. Una camarera negra

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