Cuento

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45 grados: crónica de mi primer viaje a Uxmal

Evoco, ahora que la ocasión es propicia, la primera vez que visité Uxmal. Tendría ¿seis?, ¿siete años? Para el caso es lo mismo, los recuerdos de la infancia, al llegar a la adultez, se difuminan y entremezclan en los matorrales de la memoria. Recuerdo el viaje familiar a Chetumal en el Chevelle dorado, la salida al amanecer y el griterío de los káues que habitaban las copas de los tupidos flamboyanes de la Avenida Aviación. Entonces no había autopistas en el sureste de México, y para llegar a nuestro destino, papá debía conducir por una angosta carretera de doble vía esquivando tráileres, zigzagueando ante los cráteres lunares de la carpeta asfáltica, aminorando la velocidad cada tanto por causa de los

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La utopía extraviada

                                                                                                                   Para Óscar Sauri  Me pregunto qué negocio es éste en que hasta el deseo es un consumo.  Silvio Rodríguez   —¿Le gusta? Yo estuve allí, en la Plaza de la Revolución, el día en que Korda tomó esa foto. La voz del viejo se dirige al hombre que, vaso en mano, contempla absorto el retrato iluminado por las veladoras sobre el esquinero de caoba convertido en altar. —Me la obsequiaron después, en una celebración del partido. Un año que logramos una zafra histórica —agrega el viejo. El hombre sonríe, se acomoda los lentes y se acerca para ver mejor. Observa la boina con la estrella, los ojos extraviados, la melena rebelde, esa camisa cerrada hasta el cuello, y le

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Una larga estación de felicidades

Nada más atravesar la puerta, Adolfo se topó con los ojos cafés, vivos y grandes, de una joven de tez oscura y sonrisa fácil que lo miró de arriba abajo y con tono complaciente soltó buenas tardes, siéntese, el doctor lo recibirá en unos minutos. En ese momento, como si esa voz abriera un dique que liberara un río dentro de su organismo, el corazón le comenzó a bombear con fuerza, haciendo que la sangre fluyera, rápida, por sus venas. Nunca fue de su gusto ir al médico, menos ahora que el fantasma de una enfermedad aparecía terco, amenazante, presto a carcomerle el organismo, listo para acabar con ese cuerpo que comenzaba a parecerle distante y que solía cuidar desde

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«Quizás, quizás»

Entonces tenía diecinueve, estudiaba Derecho igual que tú y recién me habían contratado en la misma dependencia de gobierno donde Elsa asistía al Delegado, un dinosaurio de la vieja guardia priista —gordo, sudoroso, velludo, siempre de guayabera—, al que apodaban el Mataperros, de quien se contaba que había asesinado, a punta de batazos, con todo y dóberman, al peor de sus detractores cuando éste hacía jogging en la reserva ecológica. Más tardé en invitarla a tomar una copa y Elsa en responder “un día de estos” —sin levantar la vista de su Olivetti ni dejar de escribir en su cuaderno de taquigrafía— que mi jefe en advertirme: no te metas con ella, yo sé lo que te digo. Sin mayores

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Apuntes y otras digresiones

Misiones

Gloria Jeans Coffe. 7.30 A.M. Suelo venir todos los días a escribir a este café moderno, elegante, silencioso, ubicado muy cerca de mi casa, donde sirven los mejores capuchinos de la ciudad y ponen buen jazz. Una hora y media de trabajo literario antes de ir al trabajo alimentario. Por lo regular cuando llego, sé a lo me voy a dedicar: un cuento que me brinca en la cabeza, un artículo para alguna revista, el capítulo de mi novela imposible. Pero hoy, marzo 16, a solo unos días de la llegada de la primavera, resulta imposible concentrarse: a menos de un metro de mi mesa, un grupo de señoras de la sucursal femenina de los Legionarios de Cristo, planea las

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Insomnios

Para Rosa Beltrán Otra vez, otra vez ese llanto en la madrugada; debería voltear, abrazarla, acercarme, cumplir el rito del marido amoroso, hacerle creer que comparto su pena, que me duele también el estado de su madre; sin ningún pudor el llanto sube de tono, no va a parar hasta que me levante y la abrace en la oscuridad; y ahí están, además, esos ladridos del doberman del vecino; ya lo habría envenenado si no fuera porque Malena prefiere evitar líos. Ahora se levanta y va al baño; la escucho revolver las gavetas; sé lo que busca, toma lo mismo desde hace meses; no lo acepta, pero lo necesita; y cada vez en dosis mayores; en el reloj de pared,

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Causa perdida

Se lo merecían, solitos se lo buscaron, quién les manda a estar secuestrando camiones. Una bola de indios revoltosos, eso es lo que eran. Pero no todos  lo entienden así, ahora mismo mi mujer se desespera porque ya no podrá participar en la marcha. Parapetado detrás de las páginas del periódico, mientras bebo mi primer café del día y finjo leer, la miro caminar como felino enjaulado de un lado a otro de la casa. Habla por teléfono en voz baja, seguramente con Frida, ésa amiga suya que me tiene hasta la madre con su defensa de las causas perdidas. Lo que es no tener nada que hacer. Desde que se supo lo de Ayotzinapa cambiaron las tardes de café

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Última estación

De pronto, el tren se detiene. Todavía somnoliento miro por la ventanilla: tanta desolación parece advertirme que vengo en balde.  En  mi reloj, las dos de la tarde.  He dormido casi cuatro horas.          Durante el viaje sólo me han acompañado el maquinista y el que recoge boletos. Escogió mala hora, me dicen cuando estoy por bajar. Con este calor no va a encontrar a nadie.          No hago caso, pero apenas pongo pie en el andén, el sol comienza a derretirme. A mis espaldas, el ferrocarril parte de nuevo.         Camino calle abajo tratando de robar a las casas un poco de sombra.  En el quicio de una puerta un anciano de ojos lechosos ofrece en venta tepache

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Ruta hacia el silencio

Para mi hermano Armando                                                                   Cuando entiendes al jazz, entiendes lo que es ser libre                                                                                                                          Thelonius Monk Sears te cansa, te fastidia. Hace dos años que trabajas como vendedor en el mismo departamento y piso. Nueve horas diarias. De diez a siete. Da igual que llueva a cántaros, granice o nieve. En el departamento para caballeros, la temperatura se

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El instrumento de Dios

Para mi hermano Enrique —¿Qué es lo que me trae aquí? —preguntó la vieja por segunda vez. —Una buena pieza…; una pitillera…de plata…véala.                                                                               Fiodor Dostoyevski Una vez que termina, guarda el formón chorreante en el maletín de cuero, sale de la casa cerrando tras de sí la puerta. La calle está vacía; es una de esas tardes de verano en que el calor quema con fuerza y obliga a todos a buscar refugio en sus hogares. Ya casi es la hora del almuerzo. Avanza rápido, con la cabeza gacha; un zumbido ensordecedor llena sus oídos; el trayecto le parece interminable, trata de no pisar las líneas divisorias que decoran la acera de concreto, como si actuara para un público

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