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Día franco o esa imperiosa necesidad de venganza

Siempre he admirado la facilidad que tiene Adrián Curiel Rivera para narrar con tanta soltura. Desde sus cuentos de Unos niños inundaron la casa, su primera publicación en 1999, pasando por su novela futurista A bocajarro, del 2008, hasta llegar a su espléndida Blanco Trópico, recientemente editada, Adrián ha tenido el buen tino de contar y escoger historias que, bajo su aparente sencillez, obliguen a mirar la realidad que suele esconderse detrás de las apariencias. En esta ocasión, para fortuna de los que veneramos el cuento, Adrián se decanta de nuevo por este género (tan incomprendido por las editoriales), y nos regala cinco relatos donde los perros domésticos, bichos que nunca faltan en las familias mexicanas de buena reputación, habrán de jugar un papel fundamental.

El primero de ellos, Día Franco, el que le da nombre al libro, trata de Horacio, un hombre maduro, de clase alta, cuarentón y homosexual que recibe como regalo de su pareja, un weimaramer –una de las razas más caras que se venden en México según “Perrospedia”- y que, en un día cualquiera, cuando había decidido pasarla de lo mejor paseando a “Roge” por el parque, un inesperado accidente doméstico trastoca por completo sus planes. No basta lidiar con el padre homofóbico y soportar su salvaje alcoholismo: la vida te depara cosas peores, parece reafirmar el narrador de esta historia y reforzar la truculencia de la trama al usar metáforas que permanecen en el cerebro del lector:

“La engañosa integridad del organismo de Roge se deforma en turgencias cárdenas, en tajos cubiertos de una lechada oscura sobre las afloraciones de piel. Intento nuevamente ponerme de pie con él. Temo abrirme por los intestinos; caigo de rodillas y se me escurre el teléfono”.

No obstante, estas reafirmaciones parecen diluirse un tanto cuando en este largo y fatídico paseo, el autor despliega algunas frases memorables con la ironía que acostumbra:

“A mi paso encontraba tal cantidad de excrementos que imaginé a Neil Armstrong avanzando sobre los cráteres de la luna”.

Todo es cuestión de hallar la armonía indispensable.

        Salida No 14, el segundo relato, una historia a caballo entre la ciencia ficción y el cuento intimista es, ante todo, una historia de infidelidad y frustración; un adulterio imposible de consumar por culpa de una extraña invasión canina que obliga a las autoridades a evacuar la ciudad:

“Por el espejo retrovisor, en lontananza invertida, alcanza a distinguir como prosigue su marcha invertida la marabunta canina, los escuadrones dispersos que se perfilan contra el recuadro urbano. Frente al parabrisas vienen muchos más”.

Un relato que por momentos nos recuerda aquellas aterradoras y seductoras series de Netflix donde los habitantes de ciudades invadidas por voraces zombies insisten en vivir, beber y enamorarse como si no importase nada de lo que sucede a su alrededor.

Sobre Influyente, relato número tres del quinteto, debo decir que me recordó mucho a Una nubecilla, de James Joyce, aquel cuento donde un poeta frustrado, Chico Chandler, en un instante de rabia y ofuscación, desea con vehemencia que la muerte se lleve a su llorón recién nacido para que él pueda dedicarse a leer con calma un volumen de poemas de Byron.  En el fondo, todos los que escribimos somos un poco como Chico Chandler o como Braulio, el cuentista fracasado del Influyente. ¿Por qué chingados los habré tenido?, murmuramos entre dientes, llenos de ira, cuando, a mitad de una historia, ya que las ideas han comenzado a fluir en el teclado de la computadora, el hijo pequeño se acerca a jodernos con sus ganas de jugar o simplemente a abrazarnos. ¡Si se murieran!, pensamos, pero luego, el arrepentimiento viene como búmeran a estrellarse con toda su fuerza en nuestras conciencias.

       Te extraño, bestia, pienso que es el mejor de todos. Es un cuento soberbio donde la soledad y el sexismo campean a sus anchas. Es imposible no condolerse o solidarizarse con la protagonista, esa patinadora sobre hielo de tercera, cuando los asiduos al bar donde trabaja le tantean las nalgas o, peor aún, cuando le pide a su madre que le ponga al teléfono a Filomeno, su perro que se encuentra al otro lado del continente para que éste la escuche. ¿Por qué en lugar de comunicarse con el amante adinerado al que todavía extraña decide hablarle al perro? Paola está disgustada consigo misma, y acaso el animal sea el único capaz de comprenderla.

Tuve, en mi infancia ya lejana, un perro mestizo llamado Dogui. De orejas grandes, cuerpo esbelto y pelambre abundante, Dogui era mi compañero de juegos en el enorme patio de la casa vieja donde viví hasta mis diez años. Más de una vez, lamenté no haber obligado a mi padre a llevarnos a Dogui con nosotros cuando nos cambiamos a la casa nueva, ésa donde, en vez de un patio arbolado y una pileta de mampostería, habría un delicado jardín y una reluciente piscina recubierta de azulejos. Al cabo Dogui moriría de tristeza, igual que Jeremías Berlín, el protagonista principal de la última de las cinco historias de este libro, Un anciano en la azotea, que escoge la muerte en lugar de la soledad impuesta por los otros.  ¿Y quiénes son estos otros? Su propia familia: su yerno, un corrupto empresario al que apoda El Verraco; su hija, una mujer madura que maneja un Mercedes Benz y desea con toda su alma llegar a ser una escritora de cuentos famosa como su admirada Greta Von Grundnorm, y que se prepara para ganar un célebre concurso de cuentos. Para lograrlo, divide su tiempo entre el tenis, el Club Campestre y sus talleres de creación literaria que acostumbra tomar, nada más y nada menos que con Carlos Briceño y Elena Poniatowska.

Dice Adrián en una entrevista que “este volumen es, como en el caso de mis anteriores obras, la materialización de una imperiosa necesidad de escribir, de vengarme del mundo”.

Pienso que más allá de los deseos de revancha del autor, este libro, emparentado de manera directa con su novela Blanco Trópico, es también una manera inteligente de celebrar el lenguaje, de reírse un poco de esas vidas que resultaron de elecciones incomprensibles, pero que al mismo tiempo las convirtieron en fracasos.

Día Franco es también una manera sublime de celebrar a los perros como compañeros sempiternos del hombre y al cuento como género más vivo que nunca en México.

 

Día franco, UNAM, Serie Rayuela, México 2016

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