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Tus ojos serán silencio o El recuerdo como antesala de la muerte

Por Carlos Martín Briceño

campeche_01Campeche siempre ha estado presente en mi vida. Recuerdo, nada más con evocar el nombre de esta ciudad amurallada, los viajes familiares en automóvil desde Mérida, por la carretera vieja: las ruinas mayas de Edzná que, de repente, aparecían imponentes a lo lejos, como perdidas entre el perene verdor de la selva baja yucateca; las voces recias de los vendedores bekaleños cuando, detenido el automóvil a causa de los topes, se amontonaban junto a las ventanillas para ofrecernos aquellos albos sombreros de jipijapa. Recuerdo, también, el sabor naranjoso del pan de Pomuch al deshacerse suavemente en mi boca de niño y la sensación de peligro que nos invadía a los tripulantes al momento de llegar a las curvas donde remataba la carretera.

Irónicamente, aquellos sinuosos caminos que tanto atemorizaban a mi padre-conductor, eran los mismos que antecedían al tranquilísimo puerto de Campeche, la ciudad donde, dicho sea de paso, había nacido mi madre.

Evoco lo anterior porque luego de leer Tus ojos serán silencio, novela con la que Carlos Vadillo Buenfil ganara el XXXI Premio Cáceres de Novela Corta, en España, volví, sin poder evitarlo, a mis paseos campechanos setenteros, a la visita obligada a los baluartes sempiternos, a las caminatas mañaneras en aquel malecón interminable, al sabor fuerte de los panes de cazón de Puga, al deleite de observar el atardecer desde los balcones del legendario Hotel Baluartes, a la solemnidad del beso frío de mi abuelo, eternamente enfermo en su casa del barrio de Santana.

Escrita a modo de epistolario, con una prosa pulcra y bien trabajada, esta novela de Carlos Vadillo Buenfil, aparte de ser la catarsis de un hombre que padece una enfermedad terminal, es un canto a la ciudad de mi madre, a sus modos y costumbres bañadas por el mar del Golfo, a ese mar sempiterno que va y viene humedeciendo hasta la médula todo lo que toca.

En esta ciudad se aprende, a sugerencia del dolor, que la humedad no solo pudre la madera, el cuero, los cabellos, también las uñas y las coyunturas. Se va metiendo el pastoso sereno a golpe de alientos, a base de agitaciones va inundando tus cavidades como a un pozo seco y deja un rastro roñoso en algunas porciones de la piel, Bengala, como una eterna llovizna que pretendiera horodarla.

A quien este protagonista moribundo le escribe cartas es a su amante Bengala, una teibolera que declama poemas de Huidobro, Pavese y Sabines, una Salomé posmoderna que en la pista blande el látigo bajo las bendiciones de unos acordes guitarrescos de Frank Zappa.

Mientras mis dedos no se anquilosen, le dice, te contaré de mí en esta ciudad, esta nueva Ítaca a la que desembarqué hace un par de semanas.

El narrador aprovechará también este confesionario para contarle a Bengala evocaciones eróticas con sus antiguas amantes:

Estaba sentado sobre su rechoncho cuerpo, dándole duro para sus tunas, apretándole las tetas, emocionadísimo con cada fricción del fierro contra su cosa, y ella… ¿qué creen que hacía?… la nuca apoyada sobre la almohada, divirrrtiéeendose en las páginas de su revista que mantenía en alto con las dos manos para no tocarme.

Y también, porque no, aprovechará las misivas para recordarle a Bengala algunas de sus mejores noches pasionales conjuntas.

Pero nada de eso me importaba, Bengala, ni los accesos de repentina risa (“me río de nada, de nada”) mientras me lamías los testículos, o te embestía sobre el fregadero de la cocina, con tus gafas de sol y tu peluca verde, accesorios que te hacían conseguir hasta seis orgasmos. ¿Tendrías tantos placeres aquella noche que te descubrí con Shirley en la otomana?

Hay un personaje memorable, la Tía Marcia, una revolucionaria del siglo XXI relacionada con las guerrillas sureñas quien, como todos, terminará sus días en el océano, en un pasaje verdaderamente memorable:

En su oleaje rabioso, el mar, bestia gruñona, la recibió babeante, la aprisionó y la fue devorando con sus fauces y sus dientes de espuma, como en un antiquísimo sacrificio. Al hundirse en su naufragio, Marcia supo que el mar, en su fragor, también era capaz de gozarla, penetrándola.

Cuentista de altos vuelos, ganador del Premio Internacional Max Aub 2001, Vadillo Buenfil aprovecha la versatilidad de la novela para contarnos, a manera de las cajas chinas, muchas historias dentro de la gran historia. Asistimos entonces al relato de Sandra, la atormentada mujer quien fuera testigo de la muerte por ahogamiento de su mejor amiga; de “Gonorrea”, un aspirante a poeta revolucionario que reparte pasquines en las cantinas; de Ingrid, la saxofonista que desayunaba a diario helado con café expreso, masticaba a dos carrillos, bebía vino blanco con coca cola, adoraba las películas del Santo, se colgaba un solo arete y nunca usaba calzones, salvo los días que menstruaba.

Tus ojos serán silencio, es también la confesión tardía de un asesinato, el del profesor Zaldívar, hermano de leche del protagonista, en una de las escenas más impactantes de la novela.

Sufrí un tremendo arrebato en el pecho, y mis manos se colmaron de escozor y sangre: apresé sus hombros y lo lancé hacia abajo con furia, con toda mi humanidad. Emitió una ronca exclamación y su cuerpo se perdió en la negrura, rebotando en las escalinatas.

Aunque no nací frente al mar, le dice el narrador a Bengala casi al principio de la novela, mi cuerpo lo ha perseguido como si yo fuera una oleada dispersa por el mundo que buscara reintegrarse al piélago, volver a su primigenia travesía.

Quien lea Tus ojos serán silencio, estoy seguro, no podrá evitar quedar signado por la huella nostálgica del oleaje literario de Carlos Vadillo, por la musicalidad de esta prosa tan a juego con la cita de Cavafis que este genial narrador campechano rescata por boca de su protagonista: vayamos a donde vayamos, siempre nos vamos a llevar el mar adentro.

 Texto leído en Mérida, Yucatán, el mes de marzo 2014, en el marco de la Feria Internacional de la Lectura de Yucatán durante la presentación de la novela “Tus ojos serán silencio”, (Ficticia Editorial/ México DF 2012/ 111pp) de Carlos Vadillo Buenfil, con la presencia de Carlos Martín Briceño, Adrián Curiel Rivera y el autor.

 

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