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VENENO DE ARAÑA

Mi abuelo paterno, don Pepe Martín, que gran parte de su vida trabajó en la destilería de la Casa Luis Achurra, nunca leyó a Ernest Hemingway. Esta minucia no le impidió compartir con el escritor su desmedida afición por el ron, llegando a beber, al igual que el estadunidense, más de dos litros de “mata diablo” en una tarde.

Sin importarle la amenazante sombra de la diabetes, solía llevar en el bolsillo derecho de su flus, una chatita de un ron habanero –que aún producen los sucesores de los Achurra en Yucatán –, bautizado con el extravagante nombre de Pizá Araña. Recuerdo que mientras conversaba con nosotros se llevaba de cuando en cuando la botella a la boca y se relamía los labios para que no se le escapase ni una sola gota.

Este ron, rezaba la publicidad de la época, era una bebida que “debía su extraordinario sabor a que reposaba pacientemente por meses en barricas de roble americano”. Yo, que aún no contaba con edad suficiente para degustarlo, moría de curiosidad por averiguar a qué sabría ese destilado que, yacente entre maderas preciosas, se parapetaba tras los hilos de la telaraña. Años más tarde, cuando por fin tuve edad para constatarlo, ya mi abuelo había muerto a causa de una complicación hepática y el Bacardí comenzaba a imponerse como el ron de moda entre los muchachos de mi generación. Tendría que esperar varios años más para probar el veneno del Araña.

La ocasión se dio mucho tiempo después, un día de la Santa Cruz. Ya iba a cumplir treinta años y me había embarcado en la tarea de construir mi casa en las afueras de la ciudad.

“De lo que negociemos esta tarde dependen tu tranquilidad y el precio del metro cuadrado de construcción”, me dijo el arquitecto, mientras destapaba la primera de las caguamas que me encargó para brindar con el contratista y su gente. Y yo, que recién había leído Los albañiles, de Leñero, intuí que nada iba a ser suficiente para calmar la sed de los alarifes, así que cuando a ritmo de cumbia se terminó el tercer cartón de la tarde, no me hice de rogar y mandé al contratista por el desempance. En cuestión de minutos el tipo apareció con un par de botellas de Pizá Araña. Sólo verlas anticipé su gris sabor de nostalgia. Ahora que, la verdad, cuando el ron pasó por mi garganta tuve la sensación de que la ponzoña del insecto entumía mi cerebro. A partir de ese instante, salvo la música que nunca cesó, todo se volvió confuso. ¿En qué momento aparecieron más botellas de licor? ¿Cómo fue que el contratista aceptó terminar la obra por la mitad de lo que originalmente pretendía cobrarme? Hasta la fecha, nada se ha esclarecido y tampoco pretendo hacerlo. Ni siquiera recuerdo cómo fue que volví sano y salvo a casa. Supongo fue el fantasma de mi abuelo quien guió mis acciones. En el recuerdo que conservo de esa tarde todo gira alrededor de la mítica botella del Pizá Araña. Desde entonces, me basta con evocarla para volver hasta allí y asir, una vez más, la mano protectora de don Pepe Martín Cuevas.

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