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Donde camina la nostalgia

Siempre me pareció que esa era la cuadra más larga del barrio. Uno pasaba primero el bar de la esquina, luego el local de baile, enseguida unas viejas casonas color pastel de techos altos, hasta toparse con la figura de la anciana.  Había que aminorar el paso, pues su equipaje acaparaba casi todo el espacio reservado para andar.

 Todas las tardes, al regresar del colegio, nos la encontrábamos.  Vieja, flaca, con la mirada perdida, lanzando a los transeúntes aquella sonrisa de dientes cariosos. Solíamos caminar de prisa al pasar junto a ella y hasta mi hermano, que se preciaba de no temerle a nada, inclinaba la cabeza. Lo cierto es que, bajo el sol de la una de la tarde, con las mochilas en la espalda y el sudor chorreante, preferíamos apresurar el paso a variar nuestro recorrido por causa de las historias que se contaban.

       En casa, mis padres nos habían prohibido terminantemente acercarnos a la vieja; comentaban que dentro de su equipaje guardaba los restos de su marido muerto.

         A pesar de las murmuraciones, a mí sólo me producía lástima. Lavar a diario la acera, cerrar puertas y  ventanas con sogas y candados, sacar las maletas a la calle y sentarse sobre ellas durante horas y horas, era como una invitación a aproximarse y averiguar qué la llevaba a tal rutina. Por supuesto, no me tragaba la historia del muerto.  Lo más probable, deduje, es que el marido hubiera encontrado a otra y, para eso, no se necesita enterar a todo mundo.

         Resolví  acercarme a ella en la primera oportunidad que tuviera.  La epidemia de rubeola fue el pretexto.  Iba solo, pues mi hermano no había logrado escapar del contagio. La calle se abría ante mí como promesa de misterio. Me detuve y extendí la mano para saludarla.  No me devolvió el gesto pero en cambio, sonrió enseñando sus pocos dientes. Aporreó las manos sobre las maletas y entendí que me invitaba a sentarme a su lado

      –Hace calor– dije, nervioso.

      –Es verdad, niño.

       Hubo un silencio largo que al cabo ella rompió:           

      –Tú no lo sabes, pero de un momento a otro vienen a recogerme.

       La pobre está loca, pensé.  

       Comenzó a platicar con entusiasmo y entrecerré los ojos para escucharla mejor.

 

   El sol se derrama pleno en mi cara. Las pupilas pequeñas, profundamente azules, la  boca delgada, casi imperceptible (a no ser por esa horrible dentadura), el rostro amarillo, ajado y la voz aguada y monótona me hipnotizan.

       …nací en Huesca, una región española donde crecen uvas del tamaño de un limón. Vine por barco, desde muy joven, siguiendo al hombre con el que estuve casada. Fui feliz hasta que se me metió en la cabeza eso de conocer mundo.  Esfinges, catedrales y paisajes que sólo puedes ver en fotografías de los libros  poblaban mis sueños.  No acertaba a elegir destino.  El pobre de mi esposo trabajaba sin descanso para reunir dinero suficiente. Tal vez por eso nunca tuvimos hijos y quizá por eso se fue  sin decir nada….

 

Poco a poco sus facciones fueron desapareciendo; apenas percibí un murmullo apagado y lejano. Gocé el horizonte límpido del Mediterráneo, la niebla espesa del Mar Muerto, el viento helado de los eriales rusos, el azul  puro del Caribe hasta  que la llovizna cayó sobre nosotros. 

       Hasta hoy, no sé cuánto tiempo pasó. Mi madre dijo hallarme dormido en el quicio de la puerta. Deliré varios días por la fiebre que acabó en rubeola. A la vieja, nunca más se le volvió a ver.  Lo que nadie olvida es el día que regresé de nuevo a clases, cuando, al colgarme la mochila en la espalda, un hilo de fina y blanca arena se desprendió de ella y me acompañó a lo largo del camino hacia el colegio…

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