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Las hirvientes andanzas o cómo fermenta la memoria

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La fermentación requiere de un estricto cuidado por una mano paciente. Si no se respetan los tiempos y las temperaturas de manera exacta, la fermentación no será posible.

De la misma forma, en la literatura, para que una anécdota madure, debe reposar en la mente de su creador y escribirse sólo hasta sentir la imperiosa necesidad de hacerlo. Este cuarteto de historias surge de la invitación extendida por Sarita Poot para participar en este congreso y, claro, en mi alcoholismo de fin de semana. Dedico esta lectura a Rafael Ramírez Heredia, en memoria del inolvidable recorrido de cantinas meridanas que hicimos meses antes de su fallecimiento.

Entre bestias de sabana

Desconfíen de los abstemios, se empeña en sostener mi padre. Fiel a su credo, para asegurarse de que ni mi hermano ni yo fuéramos a formar parte de esa, según él, desdichada tribu, los domingos acostumbraba servirnos un tarro de espumeante León Negra antes del  mondongo kabic, el  puchero de tres carnes o el pavo en relleno negro que preparaba mi diligente progenitora. Era la década de los sesenta y, en esos días, ajenos a moralinas extranjerizantes, nadie se escandalizaba porque los hijos varones degustaran, a temprana edad, aquella munich oscura producida  por la extinta Cervecería Yucateca, con ingredientes importados de Alemania. Debido a su extendida fama de buena, incluso los médicos de la región recetaban a las mujeres embarazadas un vasito diario «para el buen funcionamiento de las glándulas mamarias y que al recién nacido no le faltara el sustento».

¿Qué tanto de cierto había en esta tesis? Lo ignoro, pero lo que sí puedo asegurar es que al término de la gestación, tanto las futuras madres como sus retoños, se habían vuelto ya incondicionales de aquel elixir ambarino.

Entonces yo no había leído a Proust e ignoraba que del recuerdo de una magdalena remojada -o hecha «chuc», como decimos los yucatecos- en té, pudiera surgir una obra literaria del aliento de En busca del tiempo perdido. Más tarde, cuando decidí incursionar en el mundo de las letras, deslumbrado por la obra del francés,  intenté narrar una especie de memorias tempranas a partir del recuerdo de algún sabor y escogí el de aquella cerveza con nombre de felino africano. Nunca las terminé: para mi buena fortuna se cruzó en mi camino el taller de narrativa de Agustín Monsreal, donde aprendí que en literatura, más vale cuento en mano que novela volando. Me hice cuentista y abandoné la empresa de escribir aquella pretenciosa autobiografía.

Sin embargo, nunca pude abandonar mi adicción por las negras. Hay en su aroma y en la mezcla dulceamarga que dispensan al invadir los sentidos, algo que las vuelve soberbias. Acepto una rubia para el inicio, para despertar el instinto, pero para  acompañar la gresca y complacer el paladar, nada como una rotunda oscura.

Por esa razón, encuentro despreciables a toda esa raza de desabridas que pululan hoy por los bares y se han dado en llamar cheladas y micheladas. Por cierto, chel, en la diglosia yucateca equivale a güero, que a su vez equivale a rubio. No entiendo ese afán de rebajarle el sabor al pecado. En alguna ocasión un cantinero me juró que eran un excelente remedio para la cruda y hasta la fecha recuerdo el acridulzor que me hizo devolver todo lo bebido la noche anterior.

Plagas tropicales

Mi abuelo paterno, que gran parte de su vida trabajó en la destilería de la Casa Luis Achurra, nunca leyó a Ernest Hemingway. Esta minucia no le impidió compartir con el escritor su desmedida afición por el ron, llegando a beber, al igual que el norteamericano, más de dos litros de «mata diablo» en una tarde.

Sin importarle la amenazante sombra de la diabetes,  solía llevar en el bolsillo derecho de su flus (americana), una chatita de un ron habanero -que aún producen los sucesores de los Achurra en Yucatán -, bautizado con el extravagante nombre de Pizá Araña. Recuerdo que mientras conversaba con nosotros se llevaba de cuando en cuando la botella a la boca y se relamía los labios para que no se le escapase ni una sola gota.

Este ron, rezaba la publicidad de la época, era una bebida que «debía su extraordinario sabor a que reposaba pacientemente por meses en barricas de roble americano». Yo, que aún no contaba con edad suficiente para degustarlo, moría de curiosidad por saber a que sabría ese destilado que, yacente entre maderas preciosas, se parapetaba tras los hilos de la telaraña. Años más tarde, cuando por fin tuve edad para constatarlo, ya mi abuelo había muerto a causa de una complicación hepática y el Bacardí comenzaba a imponerse como el ron de moda entre los muchachos de mi generación. Tendría que esperar varios años más para probar el veneno del Araña.

La ocasión se dio mucho tiempo después, un día de la Santa Cruz (3 de mayo). Ya iba a cumplir treinta años y me había embarcado en la tarea de construir mi casa en las afueras de la ciudad.

«De lo que negociemos esta tarde dependen tu tranquilidad y el precio del metro cuadrado de construcción», me dijo el arquitecto, mientras destapaba la primera de las caguamas que me encargó para brindar con el contratista y su gente.  Y yo, que recién había leído Los albañiles de Leñero, intuí que nada iba a ser suficiente para calmar la sed de los alarifes, así que cuando a ritmo de cumbia se terminó el tercer cartón de la tarde, no me hice de rogar y mandé al contratista por el desempance. En cuestión de minutos el tipo apareció con un par de botellas de Pizá Araña. Sólo verlas anticipé su gris sabor de nostalgia. Ahora que, la verdad, cuando el ron pasó por mi garganta tuve la sensación de que la ponzoña del insecto entumía mi cerebro. A partir de ese instante, salvo la música que nunca cesó, todo se volvió confuso. ¿En que momento aparecieron más botellas de licor? ¿Cómo fue que el contratista aceptó terminar la obra por la mitad de lo que originalmente pretendía cobrarme? Hasta la fecha, nada se ha esclarecido y tampoco pretendo hacerlo. Ni siquiera recuerdo como fue que volví sano y salvo a casa. Supongo  fue el fantasma de mi abuelo quien guió mis acciones. En el recuerdo que conservo de esa tarde todo gira alrededor de la mítica botella del Pizá Araña. Desde entonces, me basta con evocarla para volver hasta allí y asir, una vez más, la mano protectora de Don Pepe Martín Cuevas.

Tercera raíz y otros caribes

Espigo entre mis recuerdos uno muy vívido, en tonos blanco y negro, en una época desvaída en que los años transcurrían con una lentitud alberteinsteintiana.  Trata de un sábado al mediodía, en una cantina atestada de gente  donde el barullo de los parroquianos se confunde con el chocar de las botellas sobre mesas de metal,  los arpegios de guitarra y las voces de un trío que canta melodías yucatecas. Reconozco las estrofas de Quisiera de Guty Cárdenas. El propietario del bar, un hombre robusto y de pómulos hundidos, y al que todo mundo conoce por el sobrenombre del Bizco Escalante, atiende desde la barra a la clientela. A pesar del calor meridano, viste guayabera blanca de mangas largas; supervisa que a ninguna mesa le falte botana, y mucho menos bebida. A través de un agujero en la pared que une el salón principal con la cocina, como si se tratara de un mágico cuerno de la abundancia, brotan sin descanso charolas rebosantes de jícama con chile, remolacha curtida, papa con chorizo, chicharra en salpicón,  empanaditas de frijoles y pequeñas raciones de sikilpak. Nada que empance a los bebedores, a La negrita se viene a beber, no a almorzar, suele decir el Bizco cuando alguien le reclama que allá, por el rumbo de la Plancha, acaban de abrir La Prosperidad, un bar donde el queso relleno y los lomitos de Valladolid son cosa corriente en el menú botanero.

Me veo sentado en una silla grande, ante una mesa que me queda alta, en un rincón de este salón cerveza ubicado en la confluencia de las calles 49 por 62, acompañando a mi padre que apura ya su segunda León Negra de la tarde y está a punto de pedir un Madero cinco equis «pintado» o tal vez un whiskie Ballantines, bebidas de moda entre los profesionistas provincianos.

Papá viste aún con su bata blanca; acaba de salir de su consultorio y no tuvo tiempo de – o más bien no quiso –  pasar a casa a cambiarse de ropa.  Se le mira contento, satisfecho. Ni siquiera las noticias sobre los sucesos de Tlatelolco han alterado su rutina de los fines de semana. Puedo adivinar en sus gestos, en el gusto con el que espumea de cerveza su bigote, en la forma en que conversa con el cantinero, en el modo en que sonríe y saluda a las personas cuando lo llaman doctor, una inequívoca expresión de triunfo. Me han servido un refresco de toronja pero como siempre, él permite que yo tome algunos tragos de su cerveza que me saben a gloria. Y nadie parece tomar en cuenta mi presencia…, ni siquiera papá que ahora conversa animadamente con un hombre mayor al que por su atuendo blanco, supongo también médico. Los veo platicar con buen ánimo, deteniendo su charla únicamente para disminuir el nivel de sus vasos jaiboleros, como viejos amigos que hace mucho no se encuentran y saldan una cita pendiente.

Mi padre sonríe y creo descubrir, entre la bruma provocada por los sorbos de cerveza y el dulzor de mi segundo refresco de toronja, como los semitas bíblicos, los egipcios faraónicos, los antiguos persas y los hindús del Ramayana, que no hay mayor felicidad que ésta: la del hombre que ha alcanzado el privilegio de beber y conversar con sus semejantes, sin que le preocupe absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor.

Más tarde, cuando el humo de los cigarros empieza a enrojecerme las pupilas y las botanas se circunscriben a platos de cacahuates y pepitas de calabaza, papá mira su reloj de pulsera y suelta un lacónico ya es hora que anticipa el fin de nuestro edén. Apura el resto de su trago y le hace señas al mesero para que  traiga la cuenta. Y es, precisamente en este momento de la evocación, al reconocerme a punto de partir de La Negrita, en que todo cobra sentido. Lo miro ponerse de pie y pasarme el brazo por los hombros mientras tararea Pensamiento, el último bolero que habremos de escucharle al trío.

Antes de cruzar la puerta abatible de la cantina de mi memoria, echo una última mirada al sitio y alcanzo a ver, con un sabor a pérdida impregnado en la boca, cómo a mis espaldas empieza a oscurecerse la imagen de aquel territorio de felicidades.

Dante para iniciados

Duras, lampiñas, morenas…, las piernas de la mujer, adheridas a mi cuello, comienzan a apretar. Un olor a pescado emana de la oscura caracola situada, exactamente, frente a mi campo visual. Me relamo los labios, jalo aire y con la breve bocanada que llega hasta mis pulmones, recuerdo los  hechos que me hicieron llegar hasta este punto.

Habíamos decidido, como cada viernes, comprar un cartón de Dos XX y beberlo en el Mustang mientras planeábamos adónde ir. Felipe, el dueño del auto, y al que nunca se le terminaba el dinero, sugirió que cuando nos aburriéramos de aplanar el Paseo Montejo fuésemos por unos tacos y una botella de Wyborowa al video bar, que él invitaba. Rubén desechó enseguida la idea: quería ligar, y con tanto alcohol entre pecho y espalda, dijo, se dificulta el entendimiento. Así que aproveché sus diferencias para imponer mi plan. Estaba fastidiado de lo mismo, harto de discotecas y bares de niñas fresas, cansado de ser la rémora de Rubén, harto de terminar la noche solo en casa. Y me habían hablado tanto de La Diabla, que valía la pena sacrificar la marejada de borrachas del ladies night de los viernes, con tal de disfrutar del lesbian show que, contaban, enardecía a los asistentes.

Está bien, dijo Felipe, antes de llevarse a los labios su quinta cerveza.

Y no se vale rajar, agregó Rubén.

Destapé una fría y los mandé a la chingada.

Era cerca de la medianoche cuando llegamos. En un terreno de hierbas crecidas, junto a una docena de coches viejos que parecían haber sido sacados del corralón, Felipe estacionó el Mustang. Para entonces, las cervezas ya habían comenzado a hacer su efecto. Rubén dijo que se orinaba, abrió su bragueta y dirigió su chorro hacia nuestros pantalones. Felipe y yo, tras rementársela, nos adelantamos hasta la entrada de aquella especie de plaza de toros a medio construir, débilmente iluminada por varios focos dispersos. Un gordo enorme, cuya diminuta cabeza parecía haber sido encajada a la fuerza en su cuerpo, custodiaba la puerta. El tipo se nos quedó viendo con desconfianza.

¿Van a entrar o van a seguir mariconeando?, soltó con una voz aguda que no encajaba en absoluto con su figura. Mis amigos quedaron en silencio, a punto de estallar en un ataque de risa, pero se contuvieron al darse cuenta de mi semblante adusto. Vamos a entrar, y queremos una mesa de pista, contesté sin titubeos. El rostro de hombre se relajó.

Yo esperaba que las miradas cayeran como flechas sobre nosotros nada más poner pie en el sitio, pero nadie reparó en nuestra presencia.  Hacía calor y costaba trabajo respirar en ese galerón perfumado de orines ácidos y desinfectantes cítricos. La pista estaba desierta y la  gente bebía taimadamente en sus mesas mientras en las bocinas sonaba un popurrí de Selena. Nos sentamos ante una desvencijada mesa metálica.

Queremos vodka, ordenó Rubén.  El mejor, agregué.

La Oso negro en la mesa fue un imán: comenzó a llovernos compañía. Felipe se agenció a una pelirroja chafa de enormes pechos y pelo rizado que bebía Caribe cooler. Rubén se decidió por una flaca oxigenada a la que apodaban La Paulina Rubio, olía a loción de rosas y su pinta quería ser una calca de la artista. Yo me hice pendejo. Preferí esperar en vez de quedarme con lo primero que cayera. Fue entonces cuando en las bocinas anunciaron la variedad. Se encendió una pelota setentera de luces y aparecieron en la pista dos morenas chaparritas patizambas con pinta de tabasqueñas. Sonaron los primeros acordes de She works hard for the money y las tipas iniciaron un baile frenético plagado de cachondeo. Cada vez que alguna se acercaba para toquetear a la otra, la gente, ahora mudando hacia el desmadre, aplaudía y vitoreaba a las bailarinas que acusaban los vivas con nuevas caricias. Mientras tanto, Felipe y Rubén habían comenzado ya a meter mano en forma. Sus dedos se perdían, ora en el escote de la pelirroja, ora en las piernas de la Paulina, y una nueva Oso negro apareció en nuestra mesa. Europa de Carlos Santana marcó el inicio del lesbian show grueso. Azuzadas por los continuos gritos de mucha ropa, las tabascas empezaron a despojarse de sus prendas la una a la otra, se restregaban los pechos en las caras, avanzaban por el suelo como lagartijas, dábanse besos de lengua hasta que, ya desnudas, se enfrascaron en una estilizada simulación de cópula, siguiendo con la pelvis los compases de la guitarra eléctrica del rockero. Entonces la vi. Una mulata curvilínea, de pelo largo, que fumaba en solitario. Le hice señas para que viniera hasta la mesa. Las acompañantes de mis amigos intercambiaron miradas e hicieron muecas de disgusto. La mulata no les caía nada bien. Cuando cruzó el local me fijé en sus muslos largos, como de maratonista, que a causa de sus tacones, se marcaban sobre la licra de su vestido. ¿Me invitas a una copa?, dijo. Pide lo que quieras, intervino Felipe, antes de que yo pudiera contestar. Sentí el agradable olor a aceite de coco que emanaba de su pelo. Rubén desvistió a mi acompañante con la mirada. Zuleika, que así es como dijo llamarse, pidió un Baileys en las rocas. Mientras lo sorbía lentamente con un popote, me la imaginé chupándomela despacito y no pude contenerme: se ve que eres experta. Zuleika me observó con desprecio. Hizo el intento de ponerse de pie, pero Rubén la tranquilizó: no le hagas caso, está bien borracho.  Para entonces, estaba yo tan mal que no tuve ningún reparo en jalarla de un brazo y decirle que era la mujer más buena que había visto en mi vida y que sería capaz de comérmela toda, allí mismo. ¿En serio?, preguntó. Nunca he hablado más en serio, respondí, y pellizqué sus muslos. Al sentir el avance de mis dedos, se echó para atrás en la silla, elevó las piernas y, como si fuéramos a realizar un acto de acróbatas circenses, las colocó sobre mis hombros, alrededor de mi cuello. A ver si eres tan cabrón como presumes.  Empieza.

Y trato de obedecer pero la presión es intensa. Y va en aumento. Siento que el aire me falta y, por un instante, cruza por mi cabeza el temor de morir. Alcanzo a ver los rostros de sarcasmo de mis amigos y desespero porque ninguno parece darse cuenta de que necesito ayuda: están ya demasiado borrachos para percatarse de que esto ha dejado de ser un juego.

*Texto leído en el marco del Congreso Internacional Bebida y Literatura realizado en el Festival de la Ciudad «Mérida 2009», en la ciudad de Mérida en el mes de enero.

Contáctame: cmartinbri@hotmail.com


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